José Manuel Solá
De vez en cuando he visto
personas comprando libros, vídeos o manuales de auto-ayuda; personas bien
intencionadas cuya meta es alcanzar lo que consideran el éxito en sus vidas,
aún cuando no estén del todo claros en su definición del concepto “éxito”, pero
que usualmente lo asocian a logros económicos –lo cual, en sus casos, no es del
todo desacertado- o en sus conquistas amorosas a largo o corto alcance, o en
obtener posiciones, bien remuneradas, claro, en su ámbito profesional o
político o de la naturaleza que estas sean. Ganar concursos, vestir a la moda,
ostentar o exhibir títulos académicos, ser reconocidos en los medios de
comunicación, ser elegidos –por sus méritos o sin ellos- por la masa, pavonearse
ante el mundo con poses y frases superficiales, vacías de contenido…. A eso se
reduce el éxito para esas buenas y bien intencionadas, pero igualmente
superficiales, personas. Recordamos, claro, que el éxito es el fin o salida, el
resultado más-o-menos feliz, de un negocio o asunto. Hasta ahí llega el éxito.
Lamentablemente en casi todas esas situaciones, mucho de lo que es esencial
para el espíritu humano queda permanentemente lacerado… o perdido. Luego, ¿cuál
es el éxito?
El triunfo, por otro lado, ha
sido definido tradicionalmente como la entrada solemne a la ciudad (o a donde
sea) del ganador de una gran batalla, una entrada victoriosa, brillante.
¿Cuántas batallas logramos ganar en nuestras vidas? ¿Cuándo y en qué
situaciones resultamos triunfadores, victoriosos? Y sobre todo, ¿a costa de
qué? ¿Qué cosas hemos debido sacrificar en medio de la batalla para alcanzar el
triunfo anhelado? Y al final, al alcanzar la meta perseguida… ¿nos sentimos
realmente exitosos, triunfadores? En definitiva, al llegar a ese lugar, ¿qué
nos dice el inventario? ¿Cuáles son
los haberes, las ganancias, las pérdidas? Sobre todo, ¿podemos hablar de
triunfo cuando las pérdidas son tan evidentes que lastiman la mirada?
Constantemente recibo mensajes
por correo, por Internet o en la prensa, que exhortan a la búsqueda del
triunfo, del éxito, usualmente en el área de los estudios profesionales. Y no
está del todo mal. Pero ese mercadeo superficial que nos muestra al ser humano
alegadamente exitoso, triunfador, como una persona con gran chequera, con
viajes en primera clase, que se mueve entre las luces verdes y azules, casi
siderales, de laboratorios con la más moderna tecnología, que bebe champagne y
viste de Prada, pero que no ensucia sus zapatos con el polvo de los caminos,
que no contamina sus ojos con la mirada de los humildes…
Se nos “educa” para considerarnos
triunfadores, exitosos, si aprendemos a adaptarnos a la sociedad de consumo y
cantamos sus alabanzas. Si eres artista, soñador, idealista, poeta, - - en fin, si eres una persona espiritual-,
entonces no podrás –de acuerdo a esa visión- considerarte exitoso o triunfador,
porque eso no es rentable.
Personalmente, yo considero
exitosa y triunfadora a la persona que se alza por encima de sus errores, de
sus egos, de sus deseos de venganza y sus rencores, a la persona que puede
caminar a través de la tormenta para ayudar a levantarse al caído, a la persona
que conociendo su identidad como hijo de Dios, hermano de Cristo y templo vivo
del Espíritu Santo, se sabe custodio del mundo que nos rodea y custodio del
espíritu que nos fuese encomendado. Aún cuando en esa lucha –que lo es como la
más formidable de las batallas- nuestras vestiduras queden hechas jirones. Ese,
para mí, es un vencedor porque puede decir con el Maestro: he aquí que yo he vencido al
mundo……
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