Murió el gran Quino. La oleada de pésames y muestras de compungimiento
no se dejaron esperar en las redes sociales más conocidas en occidente: tuiter
y feisbuk. La mayoría, por no decir todas, se sentían reales, verdaderas y es
que Joaquín Salador Lavado Tejón forjó el humor de toda la generación equis,
los xennials, algunos millennials y de refilón algunos centennials que ya
comienzan a asomar las narices en su historieta más conocida: Mafalda.
Y es que toda la juventud hispanoamericana que ya estamos
arribando a los cincuenta recordamos con gran gozo el tiempo que pasamos leyendo
la tira de esa pequeña, analítica e incisiva, que miraba el mundo desde una
ciudad latinoamericana que eran todas las ciudades del continente a la vez. En
ese mundo que ella describía y descubría, se plateaban los temas más álgidos
que rodeaban nuestra infancia y la adultez que nos rodeaba: la economía, el
dinero que no alcanza, el padre que trabaja de sol a sol y poco está en casa,
la madre multitareas que vive dedicada a resolver con vocación inquebrantable
el berenjenal del hogar, el peligro de la guerra atómica, etc.
Mafalda constituyó el paso de nuestra inocencia literaria
forjada por Emilio Salgari y Julio Verne, a una madurez intelectual que exigía
sacar la mirada de las páginas de los libros y observar el mundo y lo que en él
estaba ocurriendo. Los sucesos ocurridos a finales de los años sesenta en todo
el mundo y sus consecuencias sociales y políticas en nuestra América durante
las dos décadas que le siguieron, eran un escenario donde sólo el humor podía
devolvernos la esperanza. Quino convirtió a su niña en un crisol donde podíamos
entender y formular nuestras hipótesis personales sobre temas que nuestros
padres de vez en cuando ponían sobre la mesa después del desayuno familiar de
los domingos. Fue nuestro acceso a las preocupaciones de los “grandes” desde la
perspectiva de una “igual” a nosotros; Mafalda era una niña que nos enseñaba a
pensar y dilucidar las noticas de la televisión o los comentarios de la radio,
las injusticias de nuestro alrededor y los abusos ocultos de una clase política
(militar en muchos países sudamericanos) que podían ser descubiertos si tan
solo se fijaba por un largo rato la mirada en sus acciones.
A través de esos recuadros trazados a lápiz y seriados
descubrimos que no a todo el mundo le gusta la sopa, que el mar es un indeciso,
que el sol que nos toca es el mismo que iluminó a Chopin, que nuestra madre
deseaba tener una vida propia, que existen las clases sociales, que hay quienes
sólo se preocupan por ganar dinero, que también a otros les gustan los Beatles
y que los amigos son para siempre.
Quino forjó nuestra conciencia participativa, lo hizo en
mujeres y hombres que han encabezado los movimientos sociales que han dado
forma al mundo del siglo XXI, en una generación en la que aún creemos que
podemos salvar el mundo, terminar con las injusticias y detener el abuso de los
poderosos, entre otras sutiles utopías.
Hoy, a la luz de la muerte de su creador, sorprende algo de
lo que pocos se habían dado cuenta, una característica significativa para que
Mafalda tuviera el poder de formarnos social y políticamente: Quino no creó un
personaje varón, eligió una piba para darle voz a su visión de la última parte
del siglo XX. El hecho de que Mafalda sea una mujer ha golpeado
contundentemente las percepciones de su alcance después de veinte años del
nuevo siglo. Ninguno de sus lectores nos detuvimos a pensar “es una niña, ¿por
qué opina?”, o peor aún “es mujer, ¿por qué hacerle caso?”; por el contrario,
le hacíamos caso, la escuchábamos con interés, reproducíamos sus opiniones y al
cabo, la convertimos en una amiga que nos contaba cosas que nos divertían y nos
hacían pensar.
Mafalda significa el eje principal de la obra “quiniana”,
sosteniendo vertebralmente un humor fino y profundo en otros cartones y otras historietas
con que el autor nos sacudía desde la conciencia, hasta la quijada. Sería bueno
que ahora, nosotros, hagamos que su trabajo sostenga su influencia en las
nuevas y futuras generaciones.
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