viernes, 15 de mayo de 2020

Réquiem por Arturo


Foto: Octavio Jiménez

Vaya miércoles. Maldito día que saja la semana en canal. La tarde se escurría cansina y bipolar. Una luz obscenamente refulgente venía perseguida por la tormenta. Después de varias horas metido en la pantalla de la lap, entre cafés y tele-reuniones de trabajo, me zambullí en las redes sociales como quien entra a un pileta helada tras un largo rato asolado y sudoroso de calor. Pero, dentro del agua había un alacrán. La primera línea que me asombra es un lamento digital de Enrique Olmos, un comentario a una entrada sobre el escritor hidalguense Arturo Trejo Villafuerte. El corazón me dio un brinco, como aquel que daban los tocadiscos cuando alguien los golpeaba accidentalmente. Con rapidez recorrí mi “taimlain” sin encontrar mayor información. Salí de la sobriedad de Twitter para entrar intempestivamente a la pachanga que es Facebook, como quien irrumpe en una fiesta buscando al amigo cuyo auto dejó con las luces encendidas; pero lo que confirmé allí dentro es que las luces, las llamaradas de un amigo, se habían extinguido. El primer post que me aguijoneó fue de Virgilio López Ortiz, Adiós Gordo, alcancé a leer entre tantán letrelería.

La muerte de Arturo Trejo Villafuerte me caló en lo más hondo. Más allá del intenso escritor que fue, poseía una virtud que pocos escritores alcanzamos: era un gran amigo. Nacido en Ixmiquilpan en el 53 (fue el regalo de Navidad para su madre), perteneció a la generación de la Diáspora, este grupo de escritores hidalguenses nacidos mayoritariamente en los cincuentas (unos pocos en los sesentas) que emigraron por necesidades académicas a la Ciudad de México y otros lares, en donde encontraron caldo de cultivo para ese virus que los carcomía por dentro desde la infancia, la literatura.

Egresó como comunicólogo de la UNAM y rápidamente alcanzó su destino en la Universidad de Chapingo donde fue coordinador de Extensión Universitaria; posición que le permitió, entre muchas otras cosas, echar a rodas colecciones y revistas literarias. Escribió por aquí y por allá, editó a diestra y siniestra, ganó premios, menciones honoríficas y participó en docenas de homenajes y ferias de libros.

Poeta, narrador, cronista y ensayista. Cultivó con avidez estos géneros manteniendo siempre una constante: la literatura como el festivo testamento de que se ha vivido. La fuerza de sus obras radicaba en la experiencia y el análisis, en la recreación del habla y del tono de personajes e historias vivas, latentes y combatientes en un mundo donde la pasión es el combustible y el destino.

Afable, bullangero, granjeó una pléyade de amigos que le admiramos y disfrutamos lo mismo en las páginas de sus libros que en las sobremesas en las que extendía anécdotas como naipes en un conquián de risas y copas. La generosidad con que brindaba su amistad no conocía límites. Lo mismo abrazaba física y litertariamente a sus co-generacionales que a las jóvenes líneas de escritores, y por supuesto, el paisanaje lo estrechaba con los colegas hidalguenses.

Con Arturo comparto pocas, lastimosamente pocas anécdotas, pero muy significativas. Arturo me entregó el Premio Estatal de Periodismo en su calidad de presidente del jurado en 2003. Sus breves palabras de reconocimiento al trabajo con que gané, las atesoro. No volvimos a vernos hasta el año pasado, dos veces; la primera creo que en junio, la segunda creo que un mes después. Charlamos y reímos, brindamos y hablamos de poesía. Me queda ese recuerdo por supuesto, pero sobre todo guardo, colgado en el corazón, el honor que significó compartir con él, páginas en los libros antológicos que se presentaron en esas  dos ocasiones; que mi nombre ocupara un lugar junto al suyo en un índice, nunca lo hubiera imaginado.

Aideé Cervantes Chapa lo designó en una de esas publicaciones como un Imprescindible de las letras hidalguenses (mexicanas, diría yo). Sin lugar a duda lo fue, lo es y lo será.

Arturo solía decir que la poesía es un camino de vida. Ese camino ahora es de memoria. Gracias Arturo y nos vemos pronto.

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