Yoani Sánchez
Ayer me fui a la Feria Internacional del Libro en la fortaleza de la Cabaña, al este de La Habana. Gracias a un lector de este Blog, que me regaló algunos títulos de su pequeña editorial española, pude salir con algo en las manos. Los precios en pesos convertibles me convencieron de no comprar nada, mientras creía reconocer -entre las ofertas en pesos cubanos- sextas o séptimas reediciones de Alejandro Dumas y Emilio Salgari.
Ciertos pabellones repletos de gente, mientras que otros, especialmente las editoriales con temática política y social, significativamente vacíos. La atracción principal eran los pequeños cuadernos para colorear o los libros infantiles con llamativos personajes a lo Disney; y los stands menos visitados aquellos de discursos, consignas y utopías de las que ya estamos saturados cada día.
Sin embargo, no fueron los libros los que me proveyeron de la experiencia más intensa de esa jornada, sino la escurridiza Internet o la “balsa virtual” como la llaman algunos. Resulta que ETECSA ha colocado muy cerca de la entrada principal un Telepunto para vender tarjetas, llamar por teléfono y acceder a la red de redes. El año pasado ya había hecho el intento de sentarme frente a uno de los teclados, pero me aclararon “enérgicamente” que era sólo para extranjeros. Con la ilusión de que esta vez el apartheid fuera cosa del pasado, volví a intentarlo. Una elegante vendedora, que parecía llevar sobre sí varios postgrados de marketing y gestión de ventas, me hizo bajar de mi nube al pedirme el pasaporte o la tarjeta de turista.
No puedo entender que en un espacio para la lectura y el conocimiento -como debe ser una feria de libros- exista una zona vedada para los que ostenta determinado “origen nacional”. Si encima de eso el “área restringida” es la puerta a esa gran biblioteca, hemeroteca y enciclopedia que es Internet, entonces todo se me vuelve más absurdo. Cómo se puede, en un mismo recinto, fomentar la lectura y evitar el acceso a la información; vender libros y censurar páginas web; potenciar las palabras y no dejarnos entrar a un chat; vender diccionarios y no permitir que consultemos Wikipendia.
El incidente me hizo evocar los enormes volúmenes -en la parte más alta del librero- que mi padre me prohibía hojear cuando era niña. Como uno de esos libros inaccesibles y por ende “irresistibles” me ha parecido ayer Internet y, nosotros los cubanos, como perennes infantes a los que no se les puede dejar leer sus páginas.
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