Hace varios meses, mientras mi hija tomaba clases de concina
en el Centro Mineralense de las Artes, encontré, curioseando, algunos libros de
Rubem Fonseca en la biblioteca pública comunitaria que ahí se encuentra (que
por cierto lleva el nombre de Emma Straffon González). Hasta entonces no había
leído a Fonseca, pero había leído mucho acerca de él. Pensé entonces que, tan
solo por ese descubrimiento fortuito, valía la pena sacar mi credencial para el
préstamo a domicilio. Al final de aquella semana las clases de cocina
terminaron y en el medio del disfrute de los postres preparados como graduación
de las lecciones culinarias, me olvidé de la membrecía bibiotecaria.
El pasado de abril aquel asunto volvió a mi memoria, cuando
me enteré de la muerte de Rubem Fonseca. El admirado autor dejó la existencia
corpórea escabulléndosele al maldito virus que tiene vuelto un caos a su
querida Brasil (claro, no sin la ayuda de Balsonaro). Nació en 1925 y tuvo una
destacada carrera literaria a la cual accedió después de desempeñar una
profesión poco relacionada (aparentemente) con la literatura: fue policía.
Fonseca se formó como abogado y a los 27 años inició una
carrera en la policía que lo llevaría a ser Comisario, dedicarse a áreas
relacionadas con la psicología dentro de la corporación y más tarde a asuntos
que tenía que ver más con las relaciones públicas de la policía. También se
especializó en Estados Unidos y fue maestro en la academia policial. Hay que
decir que cuando se piensa en esta parte de la vida de Rubem, uno imagina que
estuvo en la primera línea, la más aguerrida, del trabajo policiaco. La verdad
es que pasó poco tiempo en las calles, sin embargo el ejercicio de la profesión
de salvaguarda le permitió conocer a detalle, en la entraña, un mundo donde la
debilidad y la tragedia humana son caras de la moneda corriente. Es
precisamente aquí, y ahí la importancia de traerlo a colación cuando se habla
de su trabajo literario, donde Rubem Fonseca encontró las historias que quería
contar y con lo cual inicio una brillante carrera literaria a los treinta y
tantos años.
Para lavar la afrenta contra mí mismo de no haberme suscrito
y leído en aquel momento los ejemplares de Rubem en la biblioteca Straffon, me
mandé pedir un libro de este autor esencial para entender el Brasil de la
segunda mitad del siglo XXI y la insipiencia del XXI. Fue así que me hice de
“Historias cortas”, uno de los últimos libros de Fonseca; treinta y ocho
historias donde se despliega la habilidad del autor para mostrarnos lo más vil
de la naturaleza humana pero al mismo tiempo toda la humanidad que ello
encierra. La locura, el desazón, la tragedia de la pobreza y el desamparo de un
futuro inexistente son las líneas divisorias entre las que germina un conjunto
de narraciones precisas, sin oropeles lingüísticos que distraigan la atención y
permitan que el lector se adentre sin remedio a un mundo donde lo áspero es la
textura de la violencia humana en un mundo habitado sólo por seres marginales.
Un libro vertiginoso y divertido que en paralelo nos sacude
y conmueve con personajes que han dejado atrás todo rastro de sensatez, pero en
los cuales cada lector puede reconocer, o encontrar por primera vez, ese dejo
de personalidad que nos negamos a mirar, ese destello de oscuridad que creíamos
una sobra en nuestra alma, pero que resulta ser parte esencial de ella.
Fonseca solía decir que “Un escritor debe tener el coraje
para mostrar lo que la mayoría de la gente teme decir.”, y ese fue el
estandarte de su esgrima. Dejó libros fundamentales en la literatura “negra” (a
mi este mote me desagrada) latinoamericana y se encumbró como un maestro del
género policiaco. A puño de pluma dibujo un vitral donde la luz atravesaba
vidas destruidas por las circunstancias, pero sostenidas por el arrojo de vivir
sin tener derecho a hacerlo. Nadie puede cruzar por estas historias cortas y
salir impoluto. No. Leer a Rubem Fonseca es tender a la intemperie lo que más
nos importa: la certeza que, aparentemente, nos da una vida tranquila.
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