viernes, 3 de abril de 2020

La soledad en tiempos de pandemia



Qué grotesco se aprecia el virulento apocalipsis que hoy vivimos. Que ofensivamente ordinario ha resultado el fin del mundo. Tan común y corriente que evidencia su impostura. No me mal interprete apreciado lector, la pandemia es muy real, dolorosamente real, pero este momento que vivimos está muy lejos de ser el fin de los tiempos. Esto pasará, como nos han pasado por encima (al menos a los mexicanos) una docena de desgracias en los últimos cincuenta años. Por lo menos.

El coronavirus (me resisto a escribirlo con inicial alta, no se lo merece el maldito) ha venido a poner en peligro y arrebatar la vida de miles y miles de personas alrededor del orbe, pero también a sacudir desde los cimientos la mayor cualidad de la vida moderna: la tranquilidad. Porque lo que tenemos restringida ahora no es la libertad, no es que nos haya “arrebatado” (como escuché en una ridículamente dramático video argentino) la libertad de salir a la calle y de reunirnos con quienes se nos antoje, no. La pandemia ha puesto en jaque la tranquilidad no sólo de preservar la vida, sino también la de movernos por las ciudades, la de buscar el sustento diario, de internarnos en una aglomeración en el transporte público o en el teatro sin sentir temor. Ha sajado la tranquilidad de la sanidad, hoy nos sospechamos enfermos al menor estornudo, nos embadurnamos las manos con gel antibacterial como un rito y nos lavamos las manos (bien hecho, por cierto) cada hora como un sortilegio.

Hace poco más de diez años, cuando la influenza nos orilló a permaneces en nuestras casas, el uso de las redes sociales no estaba tan generalizada o al menos no se habían convertido en el escaparate de las dolencias más personales. En aquellas semanas que nos refugiamos, temerosos hay que decirlo, no pensamos que estábamos aislados del mundo o que el bicho nos tenía presos en nuestras cuevas; al menos no se apreció así. Sabíamos que estábamos cuidando el pellejo, nada más pero nada menos. Hoy en día todos se quejan a sottovoce que no soportan el encierro, que les mata la distancia, que no pueden vivir sin el contacto humano. Son, espero, esa generación de cristal que nos rodea con un dejo de juventud y falso ímpetu.

Algunos de nosotros, por la naturaleza de nuestro oficio o por simple temperamento, lidiamos cómodamente con el aislamiento. Personalmente, en varias ocasiones en mi vida he permanecido sin asomar las narices a la calle por varias semanas, batiéndome a muerte con la titilante página en blanco de la computadora, viajando de la cama al escritorio, del escritorio a la cocina y de regreso, sin mayor inconveniente. Es un buen tiempo para encarar lecturas pendientes, espulgar documentos acumulados, acomodar los libros por tamaños en los plúteos, en fin, tanta cosa que se puede hacer en casa más allá de limpiar debajo de los muebles.

Sin embargo para aquellos que no les resulta tan fácil el confinamiento voluntario, la era digital permite un solaz en la alienación. Podemos palear la soledad comunicándonos con la gente que queremos más allá del desafecto en la línea telefónica (aunque yo he sostenido llamadas de diez horas bastante cálidas), mirarnos en video llamadas, compartir una velada con amigos en aplicaciones para conferencias remotas, cada uno con su copa de tinto en la mano, pero todos vibrando al unísono por el diapasón de la amistad. Podemos compartir nuestros intereses a través de videos, nuestras habilidades tocando un instrumento, nuestra bendita costumbre de leer poesía en voz alta y otras barbaridades que no nos habíamos atrevido a hacer públicas antes. Entiendo que no hay nada como un apretón de manos, un beso amistoso en la mejilla, uno paternal en la frente, una palmada en la espalda, un abrazo.

Son tiempos para poner a prueba la paciencia, la autodisciplina y el tesón; pero también la amistad y el compañerismo. Hay tantas maneras de estar juntos. Porque los verdaderamente vulnerables son los que temen a la soledad, los que luchan en su mente con el encierro, los que empuñan una salud mental debilitada por la supresión de la vida cotidiana y sus fronteras. A ellos son los que tenemos que atender con un puente digital que tal vez les salve la vida. Si usted que me lee lo necesita, por favor escríbame, que habrá mucho que platicar.

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