Cuántas veces sentimos que tenemos le control de nuestras
vidas. Crece en nuestro interior esa endeble determinación con la creemos que
le vamos dando rumbo a nuestra existencia. Al cabo, sin saberlo, nos espera el desfiladero
de la realidad y el caos; destellos inexorables del destino.
“Salvar el fuego”, la novela más reciente del escritor y
cineasta Guillermo Arriaga es una alegoría sobre la pasión y la libertad que
con ella viene, pero también, un retrato inquietante de un país incidido entre
el miedo y el odio, entre el oropel y la mierda. Un país que se llama México y
que nunca había sido descrito con tal crudeza en sus tiempos más postreros, los
más violentos.
La historia se entreteje a partir de cuatro afluentes:
primero, la voz de Marina, una bailarina de clase alta, madre de tres niños,
esposa de un exitoso financiero y que, a pesar de, o precisamente por, no logra
llevar su carrera dancística a las alturas que siempre ha deseado; segundo, la
historia de José Cuauhtémoc, un asesino que al cumplir una condena de 15 años
procura una vida tranquila en Coahuila, viéndose inserto, azarosa e
irremediablemente, en el encarnizado mundo del narcotráfico; tercero, el flujo
de pensamiento de un hombre hacia su padre en una suerte de evocación y reclamo
donde se vislumbra el origen y devenir de afectos que llevan al desastre; y
cuarto, una colección de textos —manifiestos, cuentos y poemas— desarrollados
en un taller literario dentro del reclusorio oriente y que el autor usa para
ventilar los rencores, arrepentimientos y anhelos de aquellos para quienes la
marginalidad pareciera un sino.
En esta polifonía Arriaga construye una narración
trepidante, capaz de atrapar al más exigente de los lectores. Una ficción tan
bien estructurada que se confunde con la realidad. Uno a uno, casualidades y
designios, se amalgaman para darle forma a sucesos inconcebibles un instante
antes de que ocurran, donde la pasión y el deseo contrastan sobre el pestilente
paño de la realidad y sus horrores. Guillermo Arriaga urde esta historia con
elegancia, reproduciendo con precisión quirúrgica la jerga polimorfa de los
ambientes donde cada uno de sus personajes trata de alejar de la extinción su
fuego interior.
Es el fuego, la metáfora de la pasión pero también de
nuestra esencia, de aquello o de aquel que habita en nosotros y que es
irrenunciable; la epígrafe principal del libro,
propia del poeta francés Jean Cocteau, lo testifica: “Si el fuego
quemara mi casa, ¿qué salvaría?...”
Sus personajes están definidos con la honestidad de quien
sabe que detrás de los dichos se esconden acciones que exponen las más oscuras
aristas de lo humano. Es en estas últimas, donde Guillermo escarba para darle
no solo verosimilitud a su historia, sino también para transfigurarla en una
novela única y esencial para la literatura mexicana del siglo XXI. Para usar un
término propio de mercadotecnia editorial pero sin su vacuidad, esta novela es
ya un clásico.
Alguna vez, en un taller de guion que impartió en Pachuca
hace ya muchos años, finales de los noventas, Guillermo Arriaga aseveraba que
la materia prima de la literatura y el cine es la vida misma. Memo predica con
el ejemplo. Sus libros desbordan vida y, particularmente sus dos últimas
novelas, “El salvaje” y la que hoy reseño, son zafacones de fiereza.
“Salvar el fuego”
ganó el Premio Alfaguara de Novela 2020 convirtiendo a Guillermo Arriaga en el
cuarto mexicano en ganar este prestigiado galardón; los otros tres han sido, en
orden cronológico de recepción, Elena Poniatowska, Xavier Velasco y Jorge
Volpi.
En esa milagrosa relojería de la coincidencia, “Salvar el
fuego” contiene también una abigarrad y profunda reflexión sobre el encierro,
donde la mente y el cuerpo libran una batalla campal contra el deterioro que
les provoca la inmovilidad; dejémonos recrear con esta historia en tiempos
donde el “quedase en casa” resulta para muchos una condena y para otros una
liberación.
Dentro de muchos años, cuando se haga un recuento de los
libros que marcaron este siglo, la lista la encabezará “Salvar el fuego”. Estoy
seguro.
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