viernes, 14 de octubre de 2022

Primer réquiem para mi padre

“A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo, 

dos corazones en el mismo ataúd.” 

ALPHONSE DE LAMARTINE

0

Hoy ha muerto mi padre. Muchas veces pensé que esa frase tardaría mucho en llegar a mis labios. La sabía inexorable, agazapada en el futuro, presta para romperme en pedazos llegado el momento. Pero el momento llegó antes de lo sospechado. Resonó en el instante en que escuché la desesperación de mi madre en el teléfono: ¡Tú papá está muy mal! Por azarosa fortuna tardé tres minutos en llegar a su lecho; durante esos ciento ochenta segundos en mi cabeza rebotaba una canica cuyo eco repetía “No quiero” tratando de conjurar el minuto de enfrentarme con su muerte. Y ahí estuve yo, al pie de su cama, tocando su cuerpo helado, besando su frente mientras murmuraba un agradecimiento sincero. Mirándolo, fijamente, tan hermoso como era.

1

No amé a mi padre desde el principio. Durante los primeros seis años el amor por mi Tata ensombreció su presencia en mi vida. Pronto, arrebatado del trono que mi abuelo me había conferido y que se había llevado consigo a la tumba, fui rescatado por los ojos de un hombre que miraba en mí el universo todo. Mi Rey, solía decirme, blandiendo la espada de su estirpe sobre mis hombros, poniendo a mis pies un humilde reino que a la postre sería una herencia de libros. 

Trabajaba de sol a sol. Por las mañanas, muy temprano, el retumbar de su voz mientras charlaba con mi madre me despertaba. El sonido de la licuadora que preparaba su licuado era el preámbulo para tener que levantarme. Por las noches, cuando ya estaba acostado, ese mismo trueno de su voz preguntando por sus hijos me daba la calma última para conciliar el sueño.

Siempre le he temido al mar. Él era mi faro.

 

2

Muchos años habitamos en el paraíso. Pero en todo solaz, por más terso que parezca, va germinando una tormenta feroz. Nos azotó algunos años después, por largo tiempo. El iceberg de mi adolescencia impactó directamente contra la proa de su crisis de la mediana edad. Madurada mi voz, calca casi perfecta de su tono, hacia retumbar la casa cuando discutíamos por la hora nocturna de llegada, por mis calificaciones deficientes, por la vocación elegida, por destellos que forjan la vida a partir de esas diferencias. Lo odié a muerte porque lo entendía eterno. Lo entendí sin parcialidades cuando mis propios hijos me ascendieron a su mismo rango.

3

Férreo y determinado. Me enseñó a nunca bajar la mirada, pero a estar siempre del lado de los débiles. Su alma siempre combativa, su ideología de izquierda, creía como el Che que “sólo la verdad es revolucionaria y todo lo demás es de mentiras” mientras ocultaba a toda costa sus errores para que no fueran patrón de mis propias equivocaciones. Fuimos corrientes que abrevaron de un mismo manantial, con cursos tan iguales que se distanciaron para embravecerse.

Los libros que a mí me gustaban le parecían insulsos, los que él prefería los encontraba demasiado filosóficos. “No lees suficiente”, fue su manera de convertirme en un lector obsesivo.

4

Jorge, te encuentro en las líneas que cruzan de este a oeste mi frente.

5

Te percibo en mi andar siempre deprisa y distraído. En todos mis modos.

6

Te miro en los reflejos callejeros que me devuelven esa imagen mía de ti.

7

Mi padre aprendió a anudarse las corbatas mirando una película. Yo aprendí a amar el cine observando cómo se acicalaba para ir al trabajo. Nunca ante mí se dio por vencido. Lo miré llorar sólo una vez recordando a un amigo muerto. Siempre se quejó de todo, pero me enseñó a despreciar a los rastreros, los advenedizos; a desconfiar de aquellos que aseguraban saberlo todo. “Si quieres lucir algo, no lo presumas”, así solía firmar sus correos electrónicos. Nunca llegó tarde y mis propias circunstancias me llevaron a afinar esa obsesión suya por aprovechar el tiempo. Carpe Diem. Heredé su capacidad de gozo y florecí en una bonanza que solo presumen los pudientes, sin que nosotros lo hayamos sido jamás.

Estuvimos distanciados algo más de dos años. No vale la pena desenterrar las razones. Pero aquel tiempo de desierto me calaba tan profundo que decidí ponerle fin un día de su cumpleaños. Una carta que palabras más, palabras menos, le advertía que la pandemia o la propia edad podía cargar con cualquier de los dos y en el patíbulo permanente que es la vida, no valía la pena cosechar la tierra de por medio. Al fin, el Creador nos regaló casi año y medio (le falló por dos días), de una amistad plena, sincera. De una admiración correspondida. De un amor sin cortapisas. Una confianza que sólo emerge del fango de los más arraigados rencores. Pasamos largos ratos en su biblioteca charlando sobre política, sobre el pasado, sobre la vida que quería seguir forjando mañana. 

Desayunamos juntos tres días la semana de su muerte. En ninguna tuve la osadía de decirle que lo amaba. 

9

Hoy llevamos las cenizas de mi padre al cementerio. Mi madre había programado el día para que mi hermano pudiera asistir, sin embargo, no pudo eludir responsabilidades del trabajo. Aun así, la fecha estaba pactada con el cementerio. Al medio día, cuando el sol saja en canal todo lo que está a su alcance, llegamos a la zona de nichos del camposanto. El día no era para nada sombrío ni pesaroso. Por el contrario, era inocuo, nublado apenas como peculiaridad, pero insultantemente ordinario. Para nada un día doloroso para el mundo en el que un hombre acuda al funeral de su padre. Después de todo, hace un mes y y cuatro días que falleció. En aquel momento mi madre decidió postergar el “entierro” de los restos hasta un mejor momento. Pero nunca hay un “mejor momento”. El dolor ocupa todos los minutos de todas las horas de todos los días que preceden a la ausencia. Todos. Un amigo me escribió un mensaje de condolencias al día siguiente del velorio: el padre, decía, es más de la mitad de lo que uno es. Me he quedado entonces con un cuarto, en el mejor de los casos con dos quintas partes de mi escancia. Eso es lo que traigo, invisible para los demás. Soy un colgajo que una vez fue el hijo de un hombre vivo.



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