Invariablemente me siento mirando a la puerta principal, ya sea en un restaurante, la casa de mis padres, de un amigo, incluso en mi propia mesa del comedor. Pesquiso a mi alrededor cuando salgo de un sitio. Cambio constantemente las rutas habituales y bajo la velocidad si sospecho que algún auto me sigue. Estas precauciones, y otras, las aprendí (como todo lo que he aprendido en la vida) leyendo; en una publicación que cayó en mis manos durante el último año de la carrera, cuando la idea de ser corresponsal de guerra rondaba por mi cabeza: “Manual para periodistas en países en conflicto”, algo así se llamaba. Por fortuna (o infortunio), en el periodismo cultural el riesgo mayor es una mentada de madre, que te excluyan de algún festival literario o el despreció de un grupo o de un “ente culturoso”. Nada más. Aparentemente, la vida no va en juego.
Quisiera decir que en mi país, las precauciones de alguien que se dedica al periodismo no son más que una exageración. No. Dolorosamente no lo son. Por el contrario. Dadas las circunstancias, parecen magras. Igual de doloroso es saber que el año pasado México ha intercambiado de posiciones con Afganistan y se ha posicionado como el país más peligroso para ejercer el periodismo; el tercer puesto lo ocupa la India.
En está bendita tierra que habitamos, en lo que va del año, es decir 41 días al momento de escribir estas líneas, han sido asesinados cinco periodistas. Decir en voz alta sus nombres es el más merecido de los homenajes que podemos hacer: José Luis Gamboa, asesinado el 10 de enero en Veracruz; Margarito Martínez Esquivel, asesinado el 17 de enero en Tijuana; Lourdes Maldonado López, asesinada el 23 de enero en Tijuana; Roberto Toledo, asesinado el 31 de enero en Michoacán y Marcos Ernesto Islas Flores, asesinado el 6 de febrero en Tijuana.
Las geografías fatídicas no son coincidencias. Son “red flags” de territorios controlados por grupos delictivos que lo mismo responden al narcotráfico que a la política. Son lugares donde el oprobio, la corrupción y la impunidad tratan de empañar la verdad. Digo “tratan”, porque la verdad no puede acallarse de ninguna manera. Detrás de estas voces apagadas a tiros, hay una tropa de mujeres y hombres valientes que ponen en riesgo su vida por informar a contracorriente; una corriente de odio y pólvora.
Pero el asedio al gremio informativo está tatuado en la memoria de muchos de nosotros, aquellos que nos entregamos al catártico habito de no olvidar; desde el golpe a Excélsior, pasando por el asesinato de Manuel Buendía y de las docenas de informadores, periodistas y reporteros que han sucumbido a la censura del fuego. Esto sin meternos con las cifras de periodistas amenazados públicamente y en privado por los grupos delictivos que operan impunemente en nuestro México.
En este ambiente adverso, por decir lo menos, los descalificativos del Presidente hacia Carmen Aristegui (particularmente, sin mencionar otro dichos hacia otros miembros de la comunidad informativa) cae como cubetada de agua fría. Sobre todo ante el hecho de que “la Aristegui” es responsable de que muchas de las corruptelas posmodernas oficiadas por el poder en México, hayan sido exhibidas. Por ejemplo: la perversidad del padre Maciel y sus Legionarios de Cristo; la Casa Blanca peñísta; la rede de acoso y prostitución de Cuauhtémoc Gutiérrez desde su silla del PRI capitalino; la voz que le dio a Lidia Cacho ante la persecución que sufría por parte del “gober precioso” y sus secuaces; cuando mostró el caso Monex o el entramado de la Estafa Maestra. No parece, ni de cerca ni de lejos, que Carmen oculte otra lealtad que no sea la de informar.
Ryszard Kapuściński decía que “para ser periodista primero había que ser buena persona”. Es así. Partamos de ese hecho y reconozcamos la “utilidad social” del periodismo. Por supuesto que encontraremos posturas diversas, medios que van más al oficialismo que a la crítica, medios que atiendan primero las exigencias económicas de los corporativos a los que pertencen y otros que defiendan a toda costa la independencia informativa. La mexicana, ya es una sociedad capaz de discenir entre las banderas que ondean en el escenario mediático y enarbolar la que prefiera.
En nada ayuda al Presidente “engancharse” en estos malentendidos mediáticos (no lo necesita, su estrategia victoriosa está en otras lindes). Al contrario, defender la libertad de expresión sería lo mejor; más valdría hacer propia la frase de Helvecio (no de Voltaire): “Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”. Sería mejor, sobre todo frente a la Revocación del mandato, que ya está en marcha y que más allá de haberse establecido como un derecho legítimo de los mexicanos, debería de ser una muestra de poder político, no de debilidad.
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