Me miro al espejo después de cruzar heroicamente la
distancia entre la cama y el lavabo. No son muchos pasos, pero lograr el
equilibrio exacto sobre las muletas resulta ser un malabar excesivo para un
neófito como yo. Bueno, habrá que decir que no soy primerizo en el arte de
columpiar mi humanidad sobre los pilares de aluminio, pero la última vez que
tuve que recurrir ellas ocurrió hace ya casi quine años. En fin, que logro
bambolearme torpemente, amortiguando mi trastabille con las paredes y golpeando
el quicio de la puerta al entrar al baño.
Le sostengo la mirada a un Yo avejentado en demasía durante
la última semana. Un poco más, diez días, los cuales he pasado postrado por un
tobillo fracturado y el quinto metatarso partido en tres; todo, en el pie
izquierdo. ¿La causa? Un paso en falso al bajar la escalera con prisa; brinqué
el último peldaño, el piso me esperaba con malicia. “Mi mal paso”, dicen mis
amigos cercanos. Un acting, dice la Flaca mientras me lleva al hospital
sorteando con habilidad el ya denso tráfico pachuqueño.
Tras un par de horas entre la sala de espera, el cuarto de
radiografías, la consulta, una placa que no muestra con claridad los infames
husitos partidos de la extensión de meñique del pie, el regreso a tomar la
placa, el médico que me explica con detalle y serenidad lo que ocurre, sus
riesgos y peor, lo que va a ocurrir: de seis a ocho, tal vez doce semanas de
inmovilidad, dependerá de la alimentación, los cuidados, la paciencia. Vuelvo a
casa con el pie inmovilizado hasta la rodilla y la condena escrita a máquina en
una receta.
Asiduo cliente a las férulas, yesos y tornillos, tras
catorce fracturas no debería molestarme la incomodidad, el esfuerzo
extraordinario por tratar de hacer la vida normal con una pierna inútil, el
dolor que de pronto aparece con una aguja que se encaja en el hueso al intentar
un movimiento excesivo; no debería, pero por momentos se vuelve una monserga.
Mire que disfruto estar en casa, trabajando desde la laptop, teniendo a la
Flaca a tira de piedra mientras da consulta, comer juntos, leer, escribir, volver
a la laptop para atender cosas extraordinarias del trabajo, no tener que asomar
las narices a la calle ni por equivoco. Pero saber que hoy no tengo opción, que
ir a algún sitio implica más que solo coger la back pack y subirte a la bicicleta.
Tal vez el encierro se disfruta cuando se conoce que existe la libertad de
salir pero que se elige por vocación el claustro.
Sin embargo, la indicación irreductible de guardar reposo es
el lacre a “mi año de pandemia”; muy a mi pesar desde hace un par de meses
había tenido ya que salir al laburo, al momento de irme ya ansiaba volver a
casa y lo hacía en cuanto podía, organizando el trabajo para poder permanecer
algunos días en aislamiento. Ahora, forzado, he regresado al encierro absoluto
y, a pesar de las incomodidades, una parte de mi corazón da albricias por ello.
Al menos, pasaré el resto del año y las primeras semanas del próximo encerrado
(siempre y cuando el bicho maldito claudique significativamente, si no, podrá
ser más tiempo), debatiéndome entre escribir desde la cama o emprender el
descenso al sillón más cómodo de la sala.
Le debo una disculpa, estimado lector, yo venía sólo a explicar una de las razones por las que, en las semanas anteriores, no había podido escribir esta columna. Aprovecharé el “descanso” para ponerme al corriente y no abandonar de nuevo, paseando los ojos de la pantalla de la computadora a mi fragmentado pie izquierdo que sobresale de la manta que me hecho en las piernas para sosegar el frio… pero no el envejecimiento.
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