Es temprano. Hace semanas que no había tenido ni las ganas ni la oportunidad de estar un jueves sentado frente al escritorio para escribir esta columna. Los embates del desino al fin han hecho naufragar mis ilusiones más nóveles y me han arrojado a un extraño lugar, la casa de mi primera soltería donde terminé de escribir mi primer libro y siete de los subsecuentes. Por si eso fuera poco, estoy de nuevo solo en el paraíso personal, considerando lo que Borges creía debía ser el paraíso: mi biblioteca. Así que, sin reparo y después de veintisiete días sin dormir bien, heme aquí, estoico y maltrecho para volver a la fascinante, lacerante y catártica tarea de escribir.
Pero el derrumbe de mi vida sentimental nada tiene que ver con el del cauce elevado de la Línea 12 del metro de la Ciudad de México. La noticia, por motivos de embriagues y desconsuelo, me llegó hasta el martes en el recorrido matutino de los diarios. Mi primera reacción fue la incredulidad, era imposible, impensable; aunque pensándolo bien, era altamente probable que ocurriera dado el historial infame de la obra. Al ver los videos, leer las notas y conocer los primeros testimonios de los testigos, los involucrados y sus familiares, un frio recalcitrante recorrió mi esqueleto ya columbrado por los kilos perdidos en el último mes.
Cómo todas las tragedias que han sacudido a este país, tiene mil rostros. Los de aquellos que la sufren en carne propia –los que caen, se golpean, son aplastados, mutilados, sangran, mueren– y los de aquellos que la sufren en carne ajena –los que llegan antes que nadie, ayudan, socorren, llaman a la ambulancia, sacan a los que aún están vivos, responde las llamadas de los móviles de aquellos ya no pueden escuchar–. Ahí estoy yo, absorto a la línea de acontecimientos que me muestra la red social; internamente mutilado y sangrante, olvidando mi tragedia personal e ínfima ante lo que mis ojos observan gracias a la tele-información digital.
“Los olivos” fue nombrada la estación más cercana a la conflagración, pero no hay aceitunas que degustar, sólo dolor y muerte. “Dar olivo” dicen los españoles para despedir, echar expulsar, tal como yo fui exiliado de la aceitunada piel de una mujer que ya se empeña en olvidarme.
Cinco de los siete vagones que conforman cada convoy ya habían pasado por el punto de quiebre dando el tiro de gracia a las través que retorcidas habían dejado de realizar la tarea para la que fueron fraguadas. Dos de ellos fueron al suelo con todo y su entraña de vida. En un instante, el pandemónium. Fierros retorcidos, carne sajada, vidas interrumpidas por una cadena de negligencia y corrupción que puede alcanzar a los dos (aparentes) delfines del presidente; Marcelo y Claudia, en ese orden. Claro que hay culpables, con nombre y apellido, funcionarios y contratistas que tomaron una decisión que beneficiaba sus bolsillos, pero también hay responsables que omitieron e hicieron de la vista gorda para amasar un capital político; y ahí no hay que dejar de ver a Mancera y Calderón.
En fin que los escombros, en esta casa y en Tláhuac, tardarán en levantarse y el dolor, mucho más en disiparse.
Paso cebra
En las últimas horas me entero del delicado estado de salud de un queridísimo amigo, César Espino de la Fuente. Xalapeño de nacimiento, hidalguense por adopción. Hombre de medios que formó parte del primer ejército de profesionales que levantaron y dieron forma al Sistema de Radio y Televisión de Hidalgo hace treinta y nueve años. Hombre de ideas y acción. Técnico, productor, guionista, locutor aficionado al rocanrol y defensor de la pulcritud de tradiciones y emblemas, en los últimos veinte años ha encabezado importantes cruzadas culturales que se han visto cristalizadas en eventos, festivales, lecturas, reconocimientos a pachuqueños destacados como Sergio Corona y, sobre todo, en el Centro Cultural Enrique Ruelas Espinosa en la comunidad de San juan Tilcuautla, a las afueras de Pachuca. Tú no te derrumbes César, que nos sostienes a muchos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario