A André Bretón, México le
parecía fascinante. Lo que imaginaba como surrealismo no llegaba a tanto. La
realidad superaba cualquier ficción, cualquier ideología o propuesta artística.
México es la tierra donde ocurre lo inimaginable, lo perfectamente inverosímil,
lo que “sólo podría ocurrir en México”.
En una semana hemos
presenciado al menos tres marchas de protesta en la capital del país, las
cuales se han debatido, como parece que comienza a ser costumbre en nuestro México,
entre el legítimo derecho a la manifestación y el disentimiento, y la violencia
desmedida y los destrozos como recurso emblemático contra la opresión, la cual
se supone, ya no existe en un gobierno emanado de la izquierda, elegido por la
mayoría y con altos niveles de aceptación entre los ciudadanos.
Ya he hablado aquí de lo
peligroso que resulta mover la percepción de la gente a los nodos de violencia
y restarle importancia a la razón primordial de una marcha; nada peor que una
causa que se desdibuja ante el sensacionalismo de lo vandálico.
Es cierto, a todas luces,
que atentar contra la propiedad pública nos afecta a todos; paradas de
autobuses pintarrajeadas, mobiliario urbano inservible por doquier; pero la
afectación al bien privado también, es muestra de una odio exacerbado el cual
habrá que analizar detenidamente pues parece provenir de un maltrato
sistemático contra los que menos tienen. Pero, ¿son esos, los marginados y
enviados históricamente al ostracismo, quienes encabezan esas marchas?, ¿quiénes
azuzan el odio para que desborde las legítima causas del desacuerdo?
El tono más virulento
fue, cuando una de esas movilizaciones tomo una librería como objetivo de su
resentimiento. Unos, oportunistas, ingresaron a la fuerza y robaron libros,
otros, mientras los empleados del sitio trataban de repelerlos cerrando las
puertas, le prendieron fuego al interior y enarbolaron una consigna por demás
peligrosa: “Leer es para burgueses”.
Tan peligrosa como la
conductora, física ella, que en el mejor canal de televisión pública, el Once,
aparece con wiski “old fashioned” en la mano y balbucea que la ciencia está
“sobrevalorada” como ridículo embate contra la comunidad científica y sus
“privilegios”. Está sobrevalorada para aquellos que apuestan por hacer volver
la Edad Media, que aspiran al oscurantismo como estadía perfecta para los
dóciles, para quienes creen que avanzar es volver sobre los propios pasos.
Da miedo que esas
posturas retrógradas aparezcan, pero es de terror pensar que se acunan en
sectores al interior del gobierno federal como el caso de la televisora publica
arriba mencionada o de un sector que, por su rebeldía, apoyó o apoya en su
momento al presidente que quiere ponerlos en su lugar a zapes.
Leer nos hace libres, de
ataduras ideológicas, morales, sociales y religiosas. ¿Ser libre es ser
burgués? Sin duda el conocimiento y el saber te dan un estatus, pero no social,
en ocasiones ni económico, apenas intelectual en un país donde parece que serlo
es un estigma y un sinónimo de “burguesía”. ¿Qué pensaría sobre esto
Vasconcelos? Quién hubiera dicho que alfabetizando este país lo llevaba a la
mesocracia.
Y qué decir de la
ciencia, ya sea exacta o social, en un país donde las necesidades más simples
requieren cada vez de soluciones más complejas. Es tratada pues como un
vehículo para avanzar del que debemos bajarnos porque su velocidad nos marea y
preferimos andar a gatas para evitar las náuseas.
Es cierto que el México
de desigualdad no ha desaparecido tan rápido como los inocentes creían (no se
quienes lo eran más, aquellos que lo prometieron o aquellos que lo creyeron) y
que seguramente nos tomará décadas para que los esfuerzos contra la pobreza y
la inequidad de oportunidades sean notorios, pero los actos fratricidas no
abonarán nunca en beneficio más que de la revancha.
Hasta Montag, el pirómano
de profesión esgrimido por Bradbury recapacita sobre su deber barbárico de
quemar libros, de llevar el conocimiento y la memoria a las cenizas. ¿Podremos
nosotros hacer lo mismo?
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