¿Cuáles son los libros
nuevos? ¿Lo recién salidos de las fauces de la imprenta? ¿O aquellos que nos
encontramos por primera vez sin importar la edad que tengan (ellos y nosotros)?
Yo
Por mi camino lector se
ha cruzado un libro nuevo de Agustín Ramos, nuevo para mí por supuesto,
publicado originalmente a principios de 2005. Pienso ahora que esta reseña
llega catorce años tarde. ¡Nunca es tarde!, diría mi abuelo que se fue temprano
por desgracia.
“Como la vida misma” es,
a mi parecer, la mejor novela del tulancinguense Agustín Ramos. Ubicada en
Pachuca, la mecha de su artillería es la calle de Allende, cuya esquina
primigenia es el punto condicente de tres historias que se van entrelazando y
esbozando el perfil de una ciudad y sus habitantes, su herencia, su devenir y
lo que no que nunca serán.
Ramos, poseedor de un
estilo inigualable, no presenta un texto incisivo, con una voz que procura, con
mucho tino, ser eco del habla popular de los barrios mineros, tanto como el de
las colonias que poco a poco fueron descendiendo de las faldas de los cerros
para comenzar a invadir el valle donde ahora ostentan el prestigio que de la
“antigüedad” urbana.
Caramelo, una prostituta
de abolengo transformada por la crueldad de los años en una pordiosera, vendrá
bajando por las estrechas y laberínticas calles altas, trayendo consigo una
estela donde podemos observar la historia de nuestra ciudad; sus orígenes, sus
ilusiones de grandeza, su ostracismo a los poderosos. La ciudad como un ente
holístico, formado por sus habitantes, por sus memorias y por sus olvidos.
En esa esquina donde
empieza la calle que es la muestra, el botón, de la personalidad de la ciudad
toda, Caramelo estorbará el vertiginoso descenso bicicletero de Francisco, maestro
universitario e intelectual desafortunado, quien por no arrollarla emprenderá
un vuelo tan amateur como fallido, que lo llevará a caer a los pies de Lupita,
una joven tan bella como extraviada en las concupiscencias de una generación
que no tiene (tuvo, tuvimos) mayor escape de la realidad provinciana que el
desmadre, el ahogo etílico, el naufragio sibarita de las drogas.
Los recuerdos de estos
tres, rescatados del fondo del estanque pestilente del tiempo, van acompañados
por la voz narrativa que levanta el dedo, que escupe limón en la herida, que
saca los trapos sucios al balcón principal, que señala con velos propios de la
ficción a personas tan reales que son fáciles de adivinar para quien conocer y
ha vivido, digo, sufrido el desarrollo social, cultural, histórico e
intelectual pachuqueño.
Ramos es en este libro se
muestra vigoroso, malabarista del ritmo narrativo, envolviendo al lector en una
realidad tan nítida que cualquier que no conoce Pachuca juraría que es pura
ficción; precisamente por eso, por ser la realidad más cruda y reluciente la
única manera posible de abordarla era la novela.
Personajes que se
extrañan a la vuelta de la última página, que se hubieran querido conocer si
existieran, con los que usted y yo nos hemos cruzado por la calle, que están en
la lista de nuestros encuentros futuros.
Ante mis ojos resalta un
rasgo que fascina, el toque poético que tiene la novela, ingrediente que el
autor parece haber puesto como marca indeleble a la taxidermia de una ciudad
que también lo vio caminar en sus entrañas, leer, escribir, trabajar, para ser
masticado como todos nosotros y escupido como todos lo seremos.
Y es que, parafraseando a
Agustín, la calle de Allende es como la vida misma, nunca sabe uno dónde
empieza, apenas podemos adivinar dónde continua y nunca sabemos con certeza
dónde termina.
Es este, un libro
cautivante y, aunque me quede en la lengua el sabor a cobre del lugar común,
imprescindible para la literatura hidalguense.
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