Siempre tuve una edad mítica, los 26 años. Desde pequeño
escuchaba por doquier que el mundo se terminaría en el año dos mil, cuando yo
cumpliera 26 años. Por lo tanto nunca creí que me haría viejo, lo más que
podría disfrutar la vida sería 25 años, o tal vez un poco más, según la época
del año en que aconteciera el apocalipsis. Me empeñé pues en el vértigo y el
exceso en los, pocos creía yo, años de juventud. Sin embargo, como ya está
visto, el mundo no se terminó a mis 26 años, por el contrario, siguió con un
gesto burlón y la desfachatez de deteriorarse sin una fecha precisa de
caducidad; y yo, seguí con un gesto adusto y el gafe de deteriorarme también,
pero proclive a tener una fecha de caducidad más próxima que el mundo. Pero
dado mi gusto por las fechas -futuras, porque las pasadas suelo olvidarlas con
facilidad-, establecí una nueva edad mítica, los 40 años, que en ese momento
parecían lejanos y poco probables de alcanzar, dado el vértigo y el exceso en
el que me encontraba. Y la vida siguió (imposible leer esta frase sin tararear
la sabinera “Donde habita el olvido”), engañosamente lenta, hasta que para mí
fue tomando más sentido, y sin previo aviso, como quien va caminando y de
repente se estrella con un poste de luz por venir revisando el móvil o venir
espiando a una persona que anda la acera de enfrente, llegué a los 40. Debo decir
que me sorprendieron en mejores condiciones de las que me encontraba a los 26,
incluso a los 30 y con un ánimo renovado, aceitadito en la plenitud. Esa
sensación, no sin un tanto de escozor, aprendí a disfrutarla, tanto que, en
ningún momento había pensado en una nueva edad mítica, hasta hoy en que librado
por completo los 40 y me he internado en la espesa y poco honorable fama, de
los 41. Serán los 50. En menos de diez años. Veremos, si llego, como me
sorprenderá el medio siglo. Mientras tanto…
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