Hace un poco más de setenta y cinco años, el veinticuatro de julio de mil novecientos cuarenta y nueve, Pachuca sufrió la peor inundación de su historia, significando la catástrofe más grande del siglo XX airoso. Según nos cuenta Juan Manuel Menes Llaguno, Cronista del Estado de Hidalgo, en su libro “Pachuca: Un tiempo y un espacio en la historia”, por ahí de las cuatro y media de la tarde un aguacero de no más de diez minutos azoto el centro de la ciudad, pronto se convirtió en una llovizna que no asustó a nadie. Lo que en ese momento nadie sospechaba es que el pírrico diluvio era el reflejo de una tromba que se había cernido al norte de la ciudad y que había descargado una considerable cantidad de agua, así lo narra Menes: “(…) el enorme torrente recibido en la cañada, pronto encontró camino entre los escarpados cerros de San Cristóbal y la Magdalena y se precipitó sobre el reducido cause del río de las Avenidas, arrastrando a su paso, piedras, troncos y un inmenso caudal de lodo, que al llegar al puente sobre el que estaba construido el Mercado Juárez, fue apilando rápidamente todos aquellos materiales hasta formar en ese lugar un dique que impidió el libre paso del agua.” En minutos las calles de Zaragoza, Allende e Hidalgo quedaron bajo el agua; el nivel cubrió algunas marquesinas y las fotografías del suceso son verdaderamente impresionantes. En su momento se identificaron sesenta y siete y alrededor de cien desaparecidos; sin embargo, nunca se dio a conocer un balance final de la tragedia en cuanto al coste humano.
Este hecho histórico de nuestra ciudad ha estado dando vueltas en mi cabeza desde hace días, cuando tiro por viaje, Pachuca y su zona conurbada se ha visto azotada, sorprendida pordría decirse, por trombas que han convertido múltiples vialidades en verdaderos canales improvisados para que la cantidad de agua pueda encontrar fuga. La venencia accidental aflora lo mismo en las calles del centro de la ciudad, las colonias cercanas a ella, pero también y sobre todo en las colonias que se han asentado en el sur de la ciudad y que navegan, literalmente hablando, en las colindancias con Zempoala y otros municipios conurbados.
Tal parece que hemos olvidado que el crecimiento urbano, razón y consecuencia del desarrollo económico y social de la ciudad, trae consigo retos para los que probablemente no nos hemos preparado. No sorprende que los aguaceros aneguen las colonias sureñas de Pachuca, pues todas ellas están asentadas en antiguas tierras de cultivo; por el contrario es raro que lugares que hasta el año pasado no sufrían de problemas de encharcamientos (considerando charcos tamaño llorarás) ahora se vean sobrepasados por los niveles de la corriente que lo mismo traer basura que piedras y lodo. El agua tiene memoria, dicen, y está claro que recuerda muy bien que antes de nosotros, ella recorría los lares a entero placer… y le gustaba retozar en ellos.
Las inundaciones también han ocurrido en otros lugares; desde la zona conurbada de la CDMX, hasta otras ciudades como Monterrey, Guadalajara, Querétaro, Puebla y otros. También la amenaza está presente en municipios hidalguense que ya han visto desgracias provocadas por las inundaciones en otros tiempos como Tulancingo y Tula, con el terrible desbordamiento del río Tula hace no muchos años.
No es raro que una de las obras más grande de infraestructura urbana en la ciudad de México durante los últimos años sea el Túnel Emisor Oriente, un conducto de dimensiones insospechadas que pretende mantener a la capital a flote; sin conseguirlo del todo.
A setenta y cinco años de la peor tragedia provocada por agua en la ciudad de Pachuca deberíamos tomar medidas, determinantes y urgentes, para que estas inundaciones de temporal (que debemos asumir como una constante ascendente en los próximos años debido al cambio climático), no desemboquen en una desgracia más grande de la que ya le ha provocado a los afectados; debemos evitar a toda costa que los niveles de agua y la ferocidad del torrente no nos cobre una factura más alta que la de mil novecientos cuarenta y nueve.
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