Hace unos días durante un taller de modernidad poética en el que participo como estudiante, atribuí al poeta equivocado unos versos muy conocidos: “Hoy me gusta la vida mucho menos, / pero siempre me gusta vivir. / Ya lo decía.” En un principio creí que eran de Benedetti, tras dudarlo un momento aseguré que eran del chiapaneco Sabines. El lector sabrá disculpar la pifia literaria que cometí y la cual tarde varios días en identificar; los versos pertenecen al gran César Vallejo. Sin embargo, confundir esos versos, que son algunos de mis favoritos sobra decir, tienen como origen que es la vida y la condición en que la vivimos los poetas, el lei motiv primigenio de la creación poética. Desde el ya mencionado Vallejo, pasando por Pessoa, Whitman, Baudelaire, y un largo etc., los poetas se muestran como seres heridos de realidad, enfrentados, en una dualidad que toca en la otra orilla la fascinación, con la época que les ha tocado vivir.
Caída tras caída / Me iba doblegando / como una planta marchita / por la sequía de la desesperación.
Por tanto Sebastián Montiel se manifiesta como un poeta en esa estirpe esencial da cuenta de su propia lucha, que en su caso, tiene dos frentes, el mundo que le rodea, y la particular condición física que le ha determinado en ese mundo. Abordo primero las batallas con el exterior.
(…) soplamos al invento de las discordias de las leyes cotidianas / y unos a los otros se arraigan en la quejumbre (…)
Sin ser el rasgo principal, me alegra encontrar en este nuevo poemario la crítica propia de quien no se encuentra agusto en el mundo, rasgo inequívoco del artista, que determina el carácter de rebeldía que todo escritor debe de portar como arma de cargo; es la necesidad de transformar la realidad que despreciamos en el arte que nos haga reflexionar.
Los aludidos van por ahí, / convenciendo votos a cambio de promesas; en la hielera, los afluentes del gentío.
Pero el enfrentamiento con el mundo “de afuera” parte de su contemplación, de la influencia que provoca en nuestros sentidos, en la experiencia vivida que tenemos de aquello que nos toca, que nos seduce el paisaje; a más pura usanza del poeta ingenuo de Schiller, no entendido como el vate bobalicón, por el contrario, aquel que ha quedado atrapado en el poder de la naturaleza y desata a partir de ella sus pensamientos y sus emociones.
(…) mi rostro en aquel día de campo / con el viento que me hacía de nuevo compañía / moviendo en sinfonía las copas de los árboles.
La noche se despedaza en sus riberas / cuando la marea se eleva en un instante, / y la luna / lame / un trozo de océano.
Es aquello que conmueve al poeta el punto de partida para hablar de la divinidad, por un lado del poeta como creador absoluto de su poema, donde impone las lindes de lo imaginado y lo vivido, por otro lado, la presencia indescriptible y permanente del creador de todo lo conocido y por conocer, como el alter ego de quien busca la liberta en lo que escribe.
(…) alguien mostró su silueta / lo sentía a mi lado, / tocaba su mano / y estaba todo en calma, / no quería despertar, / ligero yacía / como un pájaro en vuelo.
Esa conciencia de la fragilidad propia es el punto donde las visiones del universo exterior e interior se encuentran. En este su segundo poemario, Sebastián alza la voz como quien ha encontrado el sonido perfecto para su alma, el sonido de los versos que son dictados a la conciencia desde un lugar remoto para ser transformados con la voz interior que nos acompaña en todo momento, permitiéndonos a los poetas narrar las cicatrices que nos custodian de por vida.
Estoy bien adaptado a ese cuerpo sin control preciso, / Aunque a veces, me rebelo / como si fuéramos tigres / combatiéndonos a garras por el pantano sosegado
El poeta Montiel ha descubierto que cada poema es una declaración ideológica, sentimental de aquello en que cree y en lo que ha fundado la religión de la resistencia y la resiliencia como proverbios inherentes de la discapacidad motora que lo apresa, sabiendo con certeza que alzar la voz, alzar el verso, es la única manera de vencer y conquistar la vida plena.
Retoma las pancartas del manifiesto / corriendo en las arterias del tiempo; / no pares, no pares / que a los alevosos segundos les vale.
En estos Manifiestos, Sebastián Montiel se confirma como un poeta de cepa, uno de los jóvenes autores que más busca el oficio y que en esa pesquisa desbordad comienza a labrar un estilo y su arte poética, la manera en que mira la poesía como forma de expresión, pero también como forma de vida, la vida del poeta que no se da tregua para nombrar la belleza.
Un buen día / y el poema / enmarca su fin / al crepúsculo.
Pero las palabras que este poeta va labrando tiene como telón la soledad y el silencio, estancias imprescindibles para aquel que se sabe acompañado en las letras; el del poeta es un oficio ingrato, requiere intimidad para forjarse y compañía para esparcirse, la compañía de los lectores que descubrirán sus palabras en la mudez de estas páginas parlantes.
Te veo desde la ausencia del ruido, // ingiero un sabor de calma / que va deslizándose / como un anfibio sin ojos / en mi garganta (…)
Este poeta lo es no sólo por el estilo que ha elegido para expresarse (o es el estilo quien elige al autor, eso dicen los que saben), este autor que hoy nos convoca es poeta porque conserva en su decir los temas esenciales desde que el primer verso se escribió en el planeta: el amor, la pasión, el olvido, pero también la ciudad y la noche.
Noche sin palabras, retumbante, / como la melancolía tormentosa; / submarinos que nos advierten / de las corrientes sin censura.
El dolor parece permanentemente en sus versos. Ese dolor físico que se soporta por el dolor del alma, de un corazón maltrecho de rechazo, de la indeferencia y del desprecio que el mundo tiene por los poetas y por aquellos seres de condición aparentemente frágil, distinta, amenazante.
Dejo caer el sufrimiento / en el blanco trino del violín (…)
Las cinco partes en que está dividido este poemario son también una alegoría poética, la cual está confirmada en uno de los poemas de la colección. Tal vez el poeta no fue consciente y no se percató de que en el poema Manzana verde estaba describiendo sus afanes y la intención oculta en ellos. No me extraña que estos versos no revelaran su naturaleza premonitoria ante sus ojos; es suele ocurrir en un libro que adquiere vida propia y se le escapa de las manos a quien lo escribe.
El tiempo toma un trozo, me hace compañía. / Cae en el piso un trozo, un perro viene y lo devora. / Un pájaro llega a la ventana de la cocina, y le invito un trozo. / Mi madre se come un trozo, ni la vi. / Una niña pelirroja toma un trozo, y se va al colegio. / Trozo, te encontré en un amuleto y te comí.
Los poemas de Sebastián Montiel son trozos que se escabullen en el tiempo, que alcanzan al más distraído y lo acompañan sigilosamente, que apabullan con su sabor y su olor, es decir con su belleza, y que al fin de cuentas logran su cometido: que los manifiestos nos alcancen a todos, nos llenen de sabiduría y nos lleven a un lugar donde pertenecer, como la manzana del paraíso, como la manzana que comí esta mañana antes de salir de casa.
Van y vienen los manifiestos; / se estacionan en todas partes, / rompen silencios, / se destrozan en adyacencias, / vuelan y saltan / de patria en patria.
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