viernes, 21 de junio de 2024

El día que conocí a Juan Galván Paulin


Las habitaciones de aquella casa eran misteriosas. Desde la fachada se percibía que el paso del tiempo había dejado su huella. Claro que la humedad característica de un pueblo de montaña había sido cómplice en el aporreo que el lugar había sufrido en los últimos años. Muros descarapelados por la humedad, columnas de piedra aferradas al frio y todo aquello que leñame fuere, hinchado permanentemente. Sin embargo, mirándola de lejos y visitándola eventualmente, era de una belleza difícil de describir. Tenía, como todos aquellos lugares que preferimos y donde hemos sido felices, un defecto imperdonable; para ser una Casa de Cultura era víctima de llevar el ominoso nombre de un exgobernador nacido en esa tierra y a la postre flagelado judicialmente por su actuar inmoral. Fue en aquel lugar, donde le conocí.

La inmensa puerta, de madera por supuesto, estaba siempre abierta, dispuesta como los brazos abiertos de una madre que espera paciente la vuelta de los suyos. Al entrar un recibidor con piso de cantera bifurcaba el andar a un auditorio a la derecha o al patio central si se seguía de frente. Desde ese patio, también con piso y columnas de cantera, se accedía a los claustros remodelados hacía no mucho para albergar estudiantes de disciplinas artísticas. En ellos, el mobiliario era común, pizarrón blanco, mesas, sillas, en algunos, butacas. Las ventanas, con marcos y estructura también de madera rústica, dejaba pasar en cuadrantes una luz que escatimaba los rincones y era apenas suficiente para iluminar una mesa colocada cerca de ellas. Los claroscuros poblaban los espacios, parecían ser residentes que nos observaban detenidamente y sigilosos toleraban el chirriar de nuestras pisadas sobre la duela mortecina.

Hoy vas a conocer a mi maestro, me decía Luzma, con una emoción sinceramente desbordada; tomar su taller ha cambiado mi forma de escribir. Después de pasar un rato sentados en la orilla de la fuente mirando las ranas cardinales por cuyas bocas salía expulsado un torrente de agua inagotable, nos adentramos en las vísceras de la casa, abotagadas por el relente pertinaz de aquel otoño realmontense. 

Seguimos el murmullo que nos condujo al salón principal de la segunda planta. Un gran ventanal de piso a techo, abierto de par en par, privilegiaba el lugar con mejor iluminación y aire fresco. Después de colocar nuestras pertenencias para señalar el lugar que ocuparíamos en la mesa dispuesta para el trabajo, nos asomamos al balcón y antes de que pudiéramos retomar el hilo de nuestra charla, entró en el ámbito de nuestra vista el Maestro. 

Su caminar sereno abrió en canal la marea de turistas sabatinos que habían comenzado a mosquear la mañana. Marcaba con su bastón el tiempo preciso en que cada uno de sus pasos caía sobre los adoquines. Su traje de tres piezas, impecable como su calzado, el ala del sombrero que se levantaba acompasada a su mirada le completaba la estampa de heredero indiscutible de la estirpe inglesa que otrora vio bonanza en aquel paraje minero. Sostenía un portafolios de piel como único pertrecho de absoluta sabiduría. Unos anteojos de armazón fino, la barba apenas encanecida hasta el pecho, la mirada diáfana de profeta. Ahí viene, dijo Luzma mientras le agitaba un saludo con la mano, al que Juan Galván Paulin correspondió con una sonrisa franca y una leve inclinación de cabeza.

Recuerdo una inquietud especial cuando Luzma y yo bajamos las escaleras, prestos a recibirlo. ¿Quién era aquel hombre que con su céfiro había ajustado la emoción del día? ¿Qué podía salir de la pluma de un escritor cuyo tamaño no tiene nada que ver con su estatura física? ¿Qué podrían hacerte las palabras de alguien que sin decirlas ya te ha tocado? Aquel hálito que me había impresionado hacía apenas unos momentos irrumpió en las entrañas de la casa dando un vuelco a la umbría reinante, no para disiparla, sólo para volverla apreciable. Ahora, a su paso, aquella luz grisácea todo lo cegaba.

Tras las presentaciones de rigor subimos y nos apostamos rededor de la aquella mesa dispuestos a la batalla. Desenfundamos los textos y nos dispusimos a leerlos cual esgrimistas que confían en sus gestos; guardia, paso atrás, paso adelante y fondo, sin mucho fondo. Galván Paulin nos miraba y hacia anotaciones cautas pero contundentes. Nos apercibía sobre aquello que la literatura exige sin cortapisas y el compromiso que pocos asumen sobre usar las palabras no como obtusas y blandengues armas, sino como herramientas que ocultan un filo lacerante a la menor provocación.

Cuando me llegó el turno extendía ante sus ojos un poema merecedor de toda mi ufanía. Me escuchó leerlo con la paciencia que sólo poseen aquellos que conocen los desenlaces. Tras un compás de espera, Juan rompió el silencio. Fue releyendo cada verso mío tasajeando los adjetivos, haciendo trisas las redundancias, pisoteando el falso oropel de las rimas forzadas y dejó, como un ramaje desnudo, la esencia de mi poema. Petrificado, me di cuenta de que acababa de presenciar el acto literario en su más pura expresión. Me di cuenta que Juan Galván Paulin me acababa de enseñar que, en la poesía, para decir el todo, hay que alcanzar el quid. Ante mí, se extendió el verdadero significado del acto de escribir.

Han pasado veinticinco años de aquel día, pero estoy seguro de que hoy que vuelva a encontrarme con él, confirmaré lo que aquí he escrito.

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