En “El naranjo”, Carlos Fuentes narra espléndidamente el momento en que inicia la guerra de conquista de la Gran Tenochtitlán. Parafraseo: Hernán Cortés y Moctezuma departen apaciblemente frente a un banquete preparado por los súbditos del emperador. De pronto, un sirviente irrumpe en el comedor haciendo añicos la solemnidad del encuentro. Sobre las manos, el propio carga, a duras penas, la cabeza de un caballo cercenada a punta de obsidiana. Ambas eminencias se sorprenden, pero en sus mentes resuelven formulas distintas. El Azteca trata de asimilar que aquellos que creían dioses no lo son; sobre el barbado de ultramar cae el hecho de saberse descubiertos: ambos, saben que el otro, ese que los mira con ojos desorbitados y vidriosos, son tan mortales como el que más. Un instante después, Cortés y su séquito de guardias cercanos desenfundan las espadas e inicia la batalla que terminará a favor de quienes portan armadura.
Hace exactamente quinientos años, en esa “celebración” interrumpida entre los jerarcas de dos mundos disimiles, separados no sólo por un océano, sino por una cosmovisión propia, Moctezuma es tomado preso y el imperio Azteca que gobernaba reducido a ruinas, gritos y sangre. No hay guerra buena (si alguien no lo ha dicho, lo he dicho yo, ahora), ni guerra justa. Todas las guerras son macabras, sanguinarias y depredadoras. A Cortés no le quedaba más. Usar la fuerza, cualquiera en su lugar hubiera tomado esa determinación. No se le justifica, sólo se le entiende y al emperador mexica se le compadece; ¿debió saberlo?. ¿tuvo que darse cuenta y reconocer en el visitante a un enemigo con tan solo verlo? También se le entiende y se le sabe poseedor de una fuera que no fue suficiente contra el invasor.
Hoy, quinientos años después, en el medio de una pandemia genocida y con un gobierno de izquierdas con tantos aciertos como descalabros, la mirada moderna de aquel hecho resulta no sólo polarizada, sino contradictoria. Hay quienes hablan de la celebración de la derrota, de la necesidad de reconstruir en maqueta las ruinas que descansa a una cuadra de distancia, de renombrar los sitios donde se lloraron las derrotas de unos y, alejados del lugar y en la antípoda del sentimiento, se celebraba la victoria. Otros, desde 1992, enarbolaban el “encuentro de dos mundos”; sí, violento, cercenador, pero al fin, alegaban, un encuentro.
Un choque, diría yo, lo que ocurrió hoy hace exactamente quinientos años, de dos concepciones de ver el mundo, de dos civilizaciones que compitieron en una justa desigual; unos con arcabuces, los otros con palos, piedras y filo de obsidiana, los propios con la obnubilación del mito y los ajenos con la certeza de la expansión. Cualesquiera que sea la tribuna que se ocupe para apreciar este hecho histórico, hay dos certezas que debemos clarificar.
Uno. Que el encontronazo de civilizaciones fue violento, avasallador, recalcitrante y devastador. No hay duda lo sufrido, de lo perdido y destrozado. De aquello que quisieron ocultar bajo templos que impusieron una creencia nueva, sagrada (en la peor acepción del término) y alejada de todo lo que se veneraba en estas tierras.
Pero, dos. Que en ese terrible momento se sembró la esencia de lo que somos. Que en el peor momento de la historia de esta nación ancestral, se fundó la estirpe de una nación que, contra viento, marea, opresión y libertad, se ha consolidado como un país que lucha todos los días por salir adelante.
Yo soy mexicano. Ni azteca, ni español. Mestizo en el mejor de los casos. Por mis venas corre sangre azteca que da un tono canela a mi piel y alimenta con hermosas tradiciones y creencias la esencia de lo que soy y sangre tarahumara que me hace parecer más joven de lo que realmente soy; pero también, sangre española que me trajo la condena del ocioso acto de rasurarme todas las mañanas y, al mismo tiempo, me dotó el bellísimo idioma que hablo.
Hoy, celebremos el origen de lo que hoy somos y usemos ese trampolín histórico para encarara un futuro cada vez más incierto y desalentador. ¡Viva la esencia del mexicano!
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