Es de mañana. Estoy sentado frente a la titilante hoja en blanco emulada en la pantalla de la mac. Viene a mi mente aquel majestuoso cuento de Edmundo Valadés, La muerte tienen permiso. Es crudo, si duda, el retrato de la justicia a propia mano, de un México que quisiéramos ya hubiera dejado de existir. “No hay alegría ni dolor en lo que dice…”, resuena en mi cabeza esa frase casi al final del relato. La muerte merecida, ganada a pulso por mezquindad y avaricia, por ser ojete; el ojo por ojo, el diente que miente.
Pero, ¿cuando la muerte llega sin permiso, alevosa y cruel? No hay alegría, pero sí dolor en lo que se dice, en lo que se siente. En un par de días me llegan noticias –tan malas que han cruzado la meta batiendo todas las marcas posibles–, de la muerte de dos amigos, colegas de los medios de comunicación con quienes trabajé en diversas ocaciones, algunas de ellas no hace tanto tiempo: Alberto García Salazar, camarógrafo y el locutor Fernando Coiffier.
A Fer lo traté desde mis lejanos días como funcionario en la radio estatal hace veinte años; amable, espontáneo, divertido. Callado. Sostengo que aquellos que trabajan con la voz suelen ser los más callados, pues conocen mejor que nadie el valor de las palabras y el silencio. Tenía el don de la locución y era profesional como pocos. Sus tormentas personales, que no eran para nada pequeñas, nunca esombrecieron el optimismo que transmitía en el micrófono; habilidad que siempre le admiré.
El sargento, Alberto, fue mi camarógrafo en varias ocaciones; suficientes para que no pueda recordar con exactitud cuando lo conocí. Solidario, buen compañero, hacía su trabajo concentrado y puntilloso. Su seriedad contrastaba con la amistad franca que te ofrecía, gracias a la cual el trabajo de televisión, que suele ser tenso y presionado, fuera ligero y mucho más disfrutable. A los dos me los topé en las últimos días de noviembre o tal vez en los primeros de diciembre, mientras visitaba las instalaciones de Radio y Televisión de Hidalgo.
Otro compañero de los medios de comunicación que nos ha sido arrebatado por la pandemia fue Manolo Larrieta. Nunca tuve el honor de trabajar con él, pero siempre recibí de su persona excelente trato; admiré su talento y tenacidad como profesional. Su voz y su estilo, tan familiar para todos los pachuqueños, se echa de menos.
En este momento viene a mi mente Antonio Sánchez, quien no era solamente el “contador” en la oficina gubernamental donde laboro. En los dos años que lo traté se tejió entre nosotros una cordialidad que pronto dio destellos de amistad, reluciendo sobre todo en aquellos breves momentos en que el trabajo tiene intenciones de desacrrilarlo todo. Toño falleció a principios de diciembre pasado, después de batirse cuerpo a cuerpo contra el maldito virus desalmado.
Siempre he creído que la muerte nos purifica, que todos alcanzaremos la bondad absoluta cuando ya no podamos disfrutar de ese epíteto. A muchos de nosotros nos vendrá bien morir para lograr lavar lo más percudido de nuestros actos. Pero cuando mueren amigos que verdaderamente eran buenas personas, el dolor que esto causa es refulgente. Cegador.
Ahora que estamos tan vivos y tan rodeados de la muerte. Ahora que la lista de amigos y familiares que han partido se crece como una avalancha casi imposible de detener. Cuando se vive entre la zozobra y el desamparo, acorralados por la muerte que se asoma de la mano de la pandemia, inoportuna y voraz. Ahora es cuando debemos celebrar la vida no dejando pasar la menor oportunidad para una llamada, un mensaje, una palabra que devele nuestro afecto. De compartir, a la distancia, momentos con aquellos que nos acompañan en la difícil tarea de lo cotidiano. Que esa sea nuestra manera de protestar, de alzar la voz y decir que la muerte llega, inevitable, pero sin nuestro permiso.
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