Mi madre me enseñó a escribir a máquina. Lo mismo hizo con
mi hermano menor. En ambos casos para ella fue una manera, más que de
compartir, de heredar su conocimiento individual pues había estudiado para
mecanógrafa y había trabajado como “secretara del director”, puesto reservado
para alguien altamente calificado. De alguna manera quería que sus hijos
aprendieran lo que mejor sabía hacer: escribir a máquina.
Recuerdo entonces con gran emoción que, cuando entré a la
universidad, mi madre me lego enteramente la posesión de una Olivetti Lettera
color crema que habíamos utilizado para los esporádicos trabajos mecanografiados
que pedían en la preparatoria que yo acababa de terminar y en la secundaria que
por ese entonces estaba terminando mi hermano Carlos. Tener la máquina de
escribir en mi habitación fue más que reconfortante, fue un designio avizorado
que comenzaba a cumplirse, el de ser escritor. En aquella máquina de escribir
pasé en limpio los poemas de un primer libro que, por fortuna bien concebida,
desaparecieron en las manos de una primera novia a quien se los regalé
encuadernados como prenda de nuestro eterno amor con caducidad; cuando
terminamos, más por razones de distancia que por otra cosa, en un arranque de
furia los destruyó. Digo que fue una fortuna porque ese libro era francamente
malo, muy malo. También, en otra ocasión, ya entrado en el aquelarre del
segundo semestre de Ciencias de la Comunicación, dediqué un fin de semana
entero, desde la tarde del viernes hasta la noche del domingo, en escribir un
cuento que nos habían pedido como trabajo final de una materia (redacción dos, supongo);
debía tener veinticinco cuartillas en total y como yo ya tenía un floreciente
negocio de hacer más de un trabajo y venderlo al mejor postor, en aquellos tres
días escribí tres cuentos, un total de setenta y cinco cuartillas que, para un
incipiente autor aspirante, eran una barbaridad. Alrededor de un año y medio
después, la Lettera se jubiló gracias a la presencia de una computadora de
escritorio; todo aquello ocurrió cuando el siglo XX apenas agonizaba.
En fin, toda esa cascada de recuerdos se ha volcado en mi memoria
ahora que estoy escribiendo, por primera vez, en una nueva portátil. Pasé más
de un año sin tener una computadora propia, lo que puede no significar nada para
usuarios que les da lo mismo revisar redes sociales o YouTube en la Lap que en
el móvil, pero para alguien como yo, que vive de escribir, resultaba ser una
verdadera monserga. Así que, hacer galopar las falangetas por primera vez sobre
este teclado, escuchar el suave golpeteo de las teclas al ser salvajemente oprimidas
por mis yemas, tener que acostumbrarme a poner el acento que ahora se aloja
junto a la eñe y no junto a la pe como en la computadora prestada que utilicé
hasta ayer, ha sido una maravilla; pero sobre todo, disfrutar y mirar desde
esta orilla, lo que mi madre me enseñó con tanto ahincó porque “seguramente
alguna vez te será útil” y vaya que lo ha sido para mí. El disfrute de esta
mañana es pues, de tal magnitud, que he dejado a un lado lo que la Flaca me
había sugerido para escribir hoy. Ya lo escribiré para la siguiente semana.
Paso cebra
Pareciera que cada viernes esta columna incluye un
obituario. Pero es que la muerte ronda implacable, de cualquier forma en que se
le antoje: haciendo del virus maldito su caniche o con presentaciones en
solitario, le da igual. El meollo del asunto es que se carga a gente que, a
pesar de la distancia geográfica y hasta personal, sentimos muy cercana. Es la
muerte de Pau Donés algo que no puede pasar inadvertido en casi todas las
latitudes hispanoparlantes y tal vez también en otras de extranjería, pues su
música, más que muchas, era un lenguaje universal. Quedan esos versos que
inoculó en mi tierna juventud: “yo nací en la cara mala / llevo la marca del
lado oscuro…”. Él que era el Jarabe de Palo en esencia y en corpulencia y que
nos dejó el mejor eufemismo para el amor de nuestra vida: “Cómo quieres ser mi
amiga…”. Buen viaje Pau, nos vemos pronto.
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