Foto: Octavio Jiménez
Vaya miércoles. Maldito día que saja la semana en canal. La
tarde se escurría cansina y bipolar. Una luz obscenamente refulgente venía
perseguida por la tormenta. Después de varias horas metido en la pantalla de la
lap, entre cafés y tele-reuniones de trabajo, me zambullí en las redes sociales
como quien entra a un pileta helada tras un largo rato asolado y sudoroso de
calor. Pero, dentro del agua había un alacrán. La primera línea que me asombra
es un lamento digital de Enrique Olmos, un comentario a una entrada sobre el
escritor hidalguense Arturo Trejo Villafuerte. El corazón me dio un brinco,
como aquel que daban los tocadiscos cuando alguien los golpeaba
accidentalmente. Con rapidez recorrí mi “taimlain” sin encontrar mayor
información. Salí de la sobriedad de Twitter para entrar intempestivamente a la
pachanga que es Facebook, como quien irrumpe en una fiesta buscando al amigo
cuyo auto dejó con las luces encendidas; pero lo que confirmé allí dentro es
que las luces, las llamaradas de un amigo, se habían extinguido. El primer post
que me aguijoneó fue de Virgilio López Ortiz, Adiós Gordo, alcancé a leer entre
tantán letrelería.
La muerte de Arturo Trejo Villafuerte me caló en lo más
hondo. Más allá del intenso escritor que fue, poseía una virtud que pocos
escritores alcanzamos: era un gran amigo. Nacido en Ixmiquilpan en el 53 (fue
el regalo de Navidad para su madre), perteneció a la generación de la Diáspora,
este grupo de escritores hidalguenses nacidos mayoritariamente en los
cincuentas (unos pocos en los sesentas) que emigraron por necesidades
académicas a la Ciudad de México y otros lares, en donde encontraron caldo de
cultivo para ese virus que los carcomía por dentro desde la infancia, la
literatura.
Egresó como comunicólogo de la UNAM y rápidamente alcanzó su
destino en la Universidad de Chapingo donde fue coordinador de Extensión
Universitaria; posición que le permitió, entre muchas otras cosas, echar a
rodas colecciones y revistas literarias. Escribió por aquí y por allá, editó a
diestra y siniestra, ganó premios, menciones honoríficas y participó en docenas
de homenajes y ferias de libros.
Poeta, narrador, cronista y ensayista. Cultivó con avidez
estos géneros manteniendo siempre una constante: la literatura como el festivo
testamento de que se ha vivido. La fuerza de sus obras radicaba en la
experiencia y el análisis, en la recreación del habla y del tono de personajes
e historias vivas, latentes y combatientes en un mundo donde la pasión es el
combustible y el destino.
Afable, bullangero, granjeó una pléyade de amigos que le
admiramos y disfrutamos lo mismo en las páginas de sus libros que en las
sobremesas en las que extendía anécdotas como naipes en un conquián de risas y copas. La generosidad con que brindaba su amistad no conocía límites. Lo
mismo abrazaba física y litertariamente a sus co-generacionales que a las
jóvenes líneas de escritores, y por supuesto, el paisanaje lo estrechaba con
los colegas hidalguenses.
Con Arturo comparto pocas, lastimosamente pocas anécdotas,
pero muy significativas. Arturo me entregó el Premio Estatal de Periodismo en
su calidad de presidente del jurado en 2003. Sus breves palabras de
reconocimiento al trabajo con que gané, las atesoro. No volvimos a vernos hasta
el año pasado, dos veces; la primera creo que en junio, la segunda creo que un
mes después. Charlamos y reímos, brindamos y hablamos de poesía. Me queda ese
recuerdo por supuesto, pero sobre todo guardo, colgado en el corazón, el honor
que significó compartir con él, páginas en los libros antológicos que se
presentaron en esas dos ocasiones; que mi nombre ocupara un lugar junto al suyo en un índice,
nunca lo hubiera imaginado.
Aideé Cervantes Chapa lo designó en una de esas
publicaciones como un Imprescindible de las letras hidalguenses (mexicanas,
diría yo). Sin lugar a duda lo fue, lo es y lo será.
Arturo solía decir que la poesía es un camino de vida. Ese
camino ahora es de memoria. Gracias Arturo y nos vemos pronto.
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