Es adrede. Desde hace días ronda por mi mente el título de
aquel primer libro de cuentos de Carlos Fuentes, “Los días enmascarados”. El
realismo mexicanizado en potencia. Cuentos que espeluznan al más cauto. Una
delicia de la narrativa del siglo XX mexicano. Pero aun cuando ninguna de las
narraciones incluidas ahí hablan de un virus siquiera, el título regresa a mi
cabeza como una canica que insiste testaruda en seguir el declive de una mesa;
sobre todo cuando por necesidades alimentarias, he tenido que salir a la calle
en estos tiempos de pandemia.
Los cubre bocas (acabo de buscar un sinónimo en mi
diccionario y no he encontrado ninguno con el que pueda sustituir esta pobre
palabra sobre-utilizada en los últimos meses); decía que los tapabocas se han
convertido en una polimorfa vorágine de la modernidad. Su comercialización ha
impulsado cualquier cantidad de “emprendedores” que los ofertan en una amplia
diversidad de colores, diseños, tamaños y hasta materiales, algunos de los
cuales no te impiden el aliento como solo logra hacerlo el amor de tu vida. Los
expendios pululan, desde comercios formales, hasta oportunistas (en el mejor
sentido de la palabra) que a la orilla de una calle transitada o una esquina
abren la puerta trasera de sus vehículos y los venden como en un outlet
ambulante. Lleve la barrera contra el bicho, la salvación de la fiebre que te
abrasa hasta consumirte, la benevolente respuesta a la ecuación de dolor y
muerte que azota al mundo, todo en una paquetito de tres piezas por 20 pesos.
Pero estos esparadrapos tensados desde detrás de las orejas,
también nos han vuelto una sociedad que interactúa con exagerada parquedad, tal
cual una convención de maniquíes donde sólo se intercambian miradas perdidas.
Los diques de tela contra la marea alta de partículas nos ha robado los gestos
que con la parte baja de nuestro rostro completamos lo que decimos y lo que no
decimos, la expresión de alegría, de sorpresa, la mueca de tedio cuando una
charla nos aburre, la tímida erupción de un beso que lanzamos al aire y hasta
el burlesco afán cuando le sacamos la lengua a alguien.
Los días de encierro pues, no mejoran cuando salimos a la
calle y no solamente no podemos abrazarnos o estrecharnos la mano, dejarnos un
beso en la mejilla como signo de fraterna relación, sino que además no podemos
sonreírnos entre nosotros, ya no se diga que en ocasiones apenas logramos
escuchar a nuestro interlocutor con las bocas calzadas en esos bozales
confeccionados e inmunizados. Deshumanizados. La deshumanización de nuestros
rostros. La anulación parcial de los gestos con hemos armado un código secreto
con los nuestros y que usamos como arma defensiva contra los ajenos.
Pero pensamos, ilusamente dicen los estrategas de la salud,
que cuando logremos ponerle la pata en el cuello al virus, todo volverá a ser
como antes. A las charlas en las calles, los cafés, a lo brazos que te rodean
al encuentro, al frote cariñoso de los labios en las mejillas, a las palmadas
en la espalda, al tomarnos de las manos para brincar juntos un charco dejado
por la lluvia reciente. Parece que no, que deberemos acostumbrarnos. Que entre
las cosas que debemos echarnos encima, además de las llaves, el móvil, las
gafas de sol, deberemos incluir sin excepción la botellita de solución con
setenta por ciento de alcohol, un par de guantes desechables y el mentado
esparadrapo para enmascararnos. Y esa normalidad anómala podría durar, dicen,
meses tal vez años, es decir, una eternidad.
El virus hijodeputa no has llevado a ocultarnos en nuestras
casas, a apoltronarnos en lo que por momentos nos representa un paraíso, pero
que en otros toma decorado de mazmorra. Nos ha llevado a ocultarnos de nosotros
mismos, a ser una colección de espejos cubiertos donde no se refleje el rostro
de la bestia que ronda por las habitaciones. ¿Sobreviviremos a estos malditos
días enmascarados? Ojalá.
Wow me encanto esa forma de leerlo, aun de algo tan horrendo pudiste sacar un texto bastante hermoso, felicidades papá!
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