Titilaba con una monotonía cibernética. Lucecita nimia con
ínfulas de espectacular luminoso: hibernación. Su fulgor perene iluminaba el
pequeño caos de la mesa de trabajo. Los bolígrafos que esgrimen sobre el papel
las notas que se resbalan de la memoria. Un cuaderno de argollas con pastas
duras donde una caligrafía apretada se organiza por colores; el morado para las
frases ordinarias, el rosa para lo que hay que destacar, el azul para las
palabras importantes y el verde, sólo por no dejar de usarlo. A un costado, la
taza de café que apuntaló el ligero desvelo para poder terminar los encargos de
la oficina y que en sus paredes internas conserva las manchas chorreantes del
último trago; en el borde, ligeramente, se esboza la marca de su boca entintada
con un labial tenue, reservado tal cual ella.
La oscuridad flota en la habitación. Puede sujetarse,
colocarse sobre la palma y de un soplido empujarla contra sí misma como un
cumulo de nubes azabaches. En el silencio, su respiración se mece. A lo lejos
la ciudad da sus últimos alientos en el opening
de la madrugada mientras la laptop, abierta de fauces, resplandece. Un mensaje ha
llegado, titila insistente en la pantalla. Ha caído en la lap antes de alcanzar
el móvil que duerme plácidamente en el buró, junto a ella, entregado a la amnistía
nocturna del No Molestar. El mensaje insiste, quiere ser leído de inmediato, lo
que contiene es importante para él y con eso le basta para creer que es
importante para ella, cuyo sueño no ha sido mínimamente perturbado. El mensaje
se molesta, todos quieren recibir menajes, son la especia predilecta para
comunicar, quién no quiere recibirlos, todo el mundo los espera incluso con
ansiedad. Pero ella no, ella duerme, ni siquiera el ritmo de su respiración se
ha alterado, eso es inconcebible. El mensaje pierde los estribos, se desespera,
este oprobrio debe ser vengado.
Furibundo salta de la pantalla, cruza no sin dificultad el
cristal LED y rueda hasta la orilla de la mesa. Con habilidad se descuelga y
usa la pata más cercana como tubo de bomberos. Se mueve con agilidad por el piso
laminado, esquiva los cojines que han caído por tierra, y se agazapa de
espaldas al pie de la cama. Espera un momento. Con atención se da cuenta que
ella sigue profundamente dormida. Él mismo, respira profundo y comienza a
reptar por los pliegues de la colcha desbordada hasta el piso. Sube, decidido,
siente el motín de la furia recorrerle la venas y golpetear las sienes. Alcanza
la cima y se encuentra de frente con su rostro. Ella, ahí, plácidamente dormida
mientras él, presto a darle las noticias que espera, ha sido ignorado y privado
de cumplir con su cometido de mensaje. Con sigiloso odio se escabulle entre las
sabanas y encuentra su cuello. Ella apenas lo nota y sigue navegando en la
profundidad del sueño. El mensaje la sujeta firmemente y respira profundo antes
de comenzar a oprimir.
El olor de ella, a canela y manzana, ingresa en su binario
sistema y todo rencor desaparece. Desconcertado, al mensaje le toma un instante
darse cuenta. Recuesta su rostro y se abandona al calor de la piel de ella.
Nada importa ahora, no hay prisa que se desboque. Al mensaje ya no le importa
esperar unas horas antes de ser leído por ella, ahora sólo incumbe acurrucarse
en el tierno ímpetu de su dormir. Le dirá lo que tiene que decirle cuando
despierte.
Paso cebra
Murió el gran Leo Acosta. Alfajayuquense, hidalguense,
mexicano y universal. Nació en 1932. Fue, debo decir es, una de las figuras más
destacadas que ha dado Hidalgo en el arte. Grabador, pintor, litógrafo. Su
prestigió lo llevó de la orejas a destacar dentro y fuera de nuestro país. Alguna
vez, en una entrevista, Leo dijo que el arte era una fiesta, “inagotable fuente
de placer que día con día comparto con todos aquellos que me rodean”. Pero,
puntilloso como era, apasionado de su quehacer, cerró aquella charla
periodística diciendo: “Aún persisten aquellos hedonistas que saben que el gozo
inteligente también es una forma de enfrentar a la barbarie”. Persistirás entre
nosotros Leo. Nos vemos pronto.
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