Desde la carretera, entrando
al corazón de la huasteca, en esa especia de cierre que se ha abierto en
partes, un grupo de muchachitos disfrazados tradicionalmente nos reciben con
algarabía y travesura. Son casi las tres de la tarde. Hace dos días que los preparativos
han iniciado y por la tarde se apertura el festival principal de celebración en
la plaza 21 de mayo.
Después de atacar un
plato huasteco paseo por el centro, todos los puestos están dispuestos; artesanías
donde se puede comer, que se pueden vestir, colgar, mirara, disfrutar. Instalaciones
especialmente preparadas para recrear una Casita de Barro y un Centro Ceremonial
que emula los antepasados más lejanos de eta tierra donde el termómetro pasea
con descaro coqueteando los 30 grados.
Habría llegado yo por
casualidad a una fiesta que nunca había tenido la oportunidad de presencia pero
de la que he escuchado mucho. Sin esfuerzo, me entrego a admirar lo que ocurre
a mí alrededor con el honesto deseo de disfrutarlo.
Al filo de las 19 horas
inicia todo. Se apertura la Casita de Lodo, una cocina tradicional que comienza
a producir y repartir entre las familias que se han aglutinado lo mismo tamales
en hoja de plátano, tacos de bistec a las puntas, hígado, chocolate caliente
que por contradicción atenúa el calor que aun cuando el sol se ha ido me
agobia.
Una banda de viento
inaugura la banda sonora de la noche, lo secunda un numeroso grupo de niños y
jovencitos que dedican sus tardes después del colegio a aprender “instrumentos
tradicionales huastecos”, será mejor decir que a partir del violín y la guitarra
(instrumentos occidentales por excelencia), la jarana, aprenden a interpretar
melodía huastecas; esa es la verdadera manera de mantener una tradición amenazada
por un mundo que se les mete por los ojos cuando miran la palma de su mano.
Sobre el escenario dispuesto
en un redondel rectangular rasgan el cielo tiras multicolores e papel picado, un
plafón agitado por el viento que aplaude tímidamente la fiesta. Al poco rato
una cuadrilla de enmascarados se aproxima, son de Tantoyucan, Veracruz, al
ritmo de jarana, guitarra y violín marchan sobre el escenario, bailan lo mismo
apaches que emperadores romanos, arrieros, gente común, todos con rostros monstruosos,
con efigies de calaveras, bigotones sonrientes, narigones angustiados, seres
que abundan lo mismo en la imaginación que en la realidad. El ambiente es de
fiesta, el público se ha compactado sl rededor del escenario y en los pocos
espacios que quedan se baila al ritmo y con el ejemplo de los danzantes del
tinglado.
Después de la
inauguración del centro ceremonial donde el contacto con la tierra y sus frutos
purifica y permite la conexión con el “más allá”, lo cuetes retumban en toda la
ciudad, los fuegos artificiales convocan el día por un instante sobre las
miradas que se elevan para disfrutar del colorido. La gente anda de aquí para
allá, los niños corren, hay sillas vacías en el rededor del escenario principal
que promete otro espectáculo. Antes, se visitan los tapetes tradicionales que
desde Tlaxcala han dibujado con aserrín de colores algunas de las artesanías de
la región: mascaras de viejito o de diablo, animales y vasijas de barro que se
hacen en Chililico, etc.
La corte de pobladores
regresa y en el templete principal se inicia una representación teatral: “El
majar del Mictlán”. Cuatro actores jóvenes que usan la Comedia del Arte
(característica del teatro popular italiano) para llevar a los espectadores por
una aventura que tienen como objetivo rescatar, en todos los sentidos, el pan
de muerto.
Huejutla es en este
momento el ombligo del sincretismo, más allá de los religioso y lo pagano, de
lo indígena y lo castizo, lo que ya es costumbre en casi todas nuestras fiestas
populares, es una amalgama de tradiciones que confluyen en una visión
compartida de los que se han ido y lo que han encontrado en el lugar al que han
llegado después de morir. André Malraux lo decía bien: “La tradición no se
hereda, se conquista”.
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