Escribir es un arte
ingrato. Precisa de absoluta soledad, a veces de silencio pleno, de profundos
momentos pesarosos. En todo caso, es un ate que exige que abandonemos a
nuestros seres queridos, a nuestras parejas, a nuestros hijos, no se diga del
resto de la familia, padres, hermanos, primos y todo el árbol genealógico en su
esplendor, al menos por un rato cada día. Resulta ser como una amante abusiva
que te requiere sin previo aviso, te absorbe hasta consumirte y al cabo, te
escupe como escupimos la semilla de la ciruela pasa cuando comenzamos a sentir
su amargura en la boca.
En esas soledad se
regodea el más reciente libro de uno de los escritores más sui generis de la
ciudad: Juan Carlos Capetillo, el Zombi. Desde el título “Magnolias para
Soledad”, el libro se arroja a la apuesta de escudriñar en la esencia del
proceso de creación literaria, para agarrar a la bestia por la barbilla (cabría
tal vez aquí un lugar más común al decir “tomar al toro por los cuernos”, pero
hoy no me apetece el oropel taurino), y hacer de la soledad del escritor el
“late motiv” de su poesía.
Mi
antología / se resume al último verso, / la infinita estructura del pecado que
me mantiene vivo. // Mi letras es un acercamiento, / al imbatible desvelo por
desnudar la poesía: / Enamorado de la Soledad.
Durante ocho años, sin
interrumpir el desazón de enfrentarse a la página en blanco, pero que eso, a
los versos que no cuajan, aquellos condenados inevitablemente al ostracismo de
la papelera. Y es que, hay que decir que la poesía no siempre aparece cuando se
escribe, el Zombi lo sabe bien y entrega su vida a la búsqueda de la belleza,
al sortilegio en que se convierte la posibilidad de conmover al lector.
Soy
ola / languideciendo eternamente / donde ayer desapareciste. // Días antiguos,
/ desintegrados. / Emergerán lunas otoñales (…)
Pero el autor también se
ase a la musa como su salvadora y a la vez como verdugo, mejor será decir, se
ase a su ausencia, a su intangibilidad, a la luz en que se transforma dentro de
los oscuros parajes de la creación poética, como redentora absoluta, como
sanadora ocasional de la ceguera congénita del poeta, para ser un faro
inmarcesible, la rendija de luz bajo la puerta de la habitación renegrida del
porvenir.
¿A
quién pertenece la sombra de esta noche? / Los perros ladran presagiando mi
muerte, / los cuervos duermen y bajo sus alas el sol se esconde, / ¡qué
observan mis ojos debajo de mis parpados?
Pero la soledad, negación
de la compañía, de la presencia cálida del ser amado, es un lago calmo donde
dibujar la añoranza y hablar de la pasión de lo que niega.
Las
encriptadas formas de amarte / se difuminan cada vez que me observas. //
Algunas veces somos acacias / coronando las sábanas, / en los límites de lo
conocido y de lo cierto. // Geranios en las llanuras del tiempo, / pintando los
labios del sueño con sangrientos pétalos.
En este libro, Juan
Carlos Capetillo muestra un cara brillante y luminosa de su producción poética,
sin negar sus motivos principales –el amor, la ausencia, el pasado mitológico,
la naturaleza (los felinos y los colibríes, sobre todo; las flores también), la
ciudad como hábitat de lo imposible, de la belleza– para mostrar un hermoso y
desconcertante racimo de versos que sacuden, con su musicalidad, con su
fiereza, al lector más ávido.
Tal vez, pienso al
escribir esta línea, que las flores, como principales protagonistas del
poemario, son la apuesta principal, acertada cabe decir, del Zombi en este
libro. Y es que las magnolias son flores muy antiguas (“estaban en el mundo
antes de que las abejas existiera”, apunta Isabel Salas en la cuarta de
forros), tal vez tan antiguas como la poesía misma, y que decir de la soledad,
todos, pretextos idóneos para hablar de la catarsis implacable de escribir
poesía.
Publicar es arrojar los
versos que valen la pena a una hoguera que arde en los ojos de quien los lee.
Los poemas de este libro merecen ser una lumbrera que ilumine una noche de esas
oscuras, verdaderamente oscuras.
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