Cuenta su viuda
que se estaba rasurando. Él respondió el teléfono con el rostro aún cubierto de
jabón. Masculló unas palabras en portugués y dijo gracias, también en
portugués. Terminó la faena frente al espejo y salió de prisa. Una editorial
había encontrado durante una mudanza el manuscrito de una novela que él les
había llevado cuando muy joven. Estoy hablando de José Saramago y el libro en
cuestión se llama “Claraboya”. Eran finales de los ochentas y el autor
portugués terminaba su libro más polémico, “El evangelio según Jesucristo”, por
lo que rechazó el ofrecimiento de publicar en ese momento la opera prima extraviada. La negativa de
su publicación persistió aún después de los laureles del Nobel, tanto así que
para evitar la tentación, Saramago nunca volvió a leer ese fajo de hojas
mecanografiadas y que, cuenta Pilar del Rio en la presentación de Claraboya,
“el tiempo no había amarilleado ni gastado, tal vez porque el tiempo fue más
respetuoso con el original que quienes lo recibieron en 1953”.
Claraboya
apareció tras la muerte de José Saramago (ocurrida en el 2010) como una capsula
del tiempo abierta, donde se encontraba, con toda su esencia la primera obra de
un novelista que a la postre obtendría el premio más prestigiado de las letras,
convertido ya en ese momento en uno de los autores más leídos de la literatura
contemporánea.
La novela
comienza una mañana de la Portugal de la posguerra. Es el segundo año de la
segunda mitad del siglo XX. En un edificio de departamentos se entrelazan las
vidas de seis familias las cuales resuelven sus días enfrentando la
frustración, el anhelo, las ilusiones y los desengaños propios de una sociedad
que lucha por encontrar en cada día una ráfaga de felicidad a la vuelta de la
esquina (parafraseando a Borges).
La claraboya esa
esa ventana, colocada en el techo o en la parte alta de una pared y que tiene
por función la de iluminar el espacio interior. Es por ahí por donde ingresa la
mirada del novelista para observar las vidas de sus personajes y al narrarlas
dirigirlas a un destino distinto, improbable si no sucediera esto. Por cierto,
con esta novela sucede algo poco común, al terminarla, uno extraña a los
personajes, permanece en el lector la nostalgia por seguirlos escuchando.
El libro revela
la febrilidad de un autor nuevo, conserva el entusiasmo y la dedicación que
empleó un Saramago que rondaba los treintas y que va descubriendo en el mismo
ejercicio de la escritura un estilo que encerraba ya su particular manera de
describir las atmosferas, las personalidades de sus personajes, la simpleza que
embellece la vida. Sin embargo, aun cuando esta primera historia está lejos de
una situación límite que obliga a los protagonistas a volcarse en el análisis
profundo y hasta filosófico de su existencia (y por ende de la existencia de
los seres humanos en su conjunto), –recordemos al hombre que frente al semáforo
queda envuelto en una ceguera blanca, o al país donde un buen día sus
ciudadanos dejan de morir–, esa mira analítica también está presente en
“Claraboya”, poniendo en la boca de sus personajes el pesimismo de una nación
que sufre de una jaqueca como remanente de una mala noche, debatiéndose en el
anhelo de volver a dormir para encontrar un sueño: la utopía.
La nula respuesta
que José Saramago obtuvo de la editorial a la que había llevado su manuscrito
primero, lo exilió en una silenciosa depresión –literariamente hablando– de la
cual fue saliendo a través de la poesía, con una pléyade de textos que
comenzaron a aparecer en libros desde 1966, con títulos que dejaban ver el
trasfondo que los concebía: “Los poemas posibles” o “Poemas de boca cerrada”;
la frustración de un autor que no puede, a pesar de todo, mantener su palabra
encerrada. Fue hasta casi 25 años
después del desaire editorial que Saramago se recuperó con la publicación de “Manual
de pintura y caligrafía”; una primera perla que dejó el hilo del collar para
dar paso al resto de ellas.
Pero el rechazo
que “Claraboya” sufrió en su momento no fue resultado de un juicio sobre su
calidad, sino más bien fue el resultado de una lectura ligera y temerosa, de
una historia que tocaba temas poco apropiados para la sociedad costumbrista
portuguesa de los cincuentas: el amor ente dos personas del mismo sexo, la
equidad de género; los cuales si bien tratados con naturalidad por Saramago,
tal vez en ese momento no hubieran recibido una lectura correspondiente.
Tal vez que el
último libro de un escritor sea en realidad el primero que escribió podrá ser
obra de la causalidad, pero de la causalidad al resto de su obra, consolidando
su lugar en las letras universales.
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