Emiliano Páramo
Por el recuerdo de mejores días de muertos, sentados a la mesa con
chocolate caliente, para escuchar los cuentos de espantos de la boca de
mi abuela, van estos dos tal como los recuerdo desde la cercana palabra
de mis mejores muertos:
Los Charros del Puente
Hace
ya muchos años, los músicos de la orquesta de los Mejía, regresaban de
tocar, ya muy tarde, de una fiesta en el pueblo de Tasquillo; venían a
lomo de mulas y algunos caballos prestados por los mayordomos del lugar.
Las botas de pulque y las botellas con que habían sido obsequiados en
el agasajo, hacían más soportable la boca de lobo que era el camino de
regreso a Ixmiquilpan. Venían eufóricos, cantando y silbando marchas y
tonadas románticas de aquellos años.
Pasaron las últimas casas de
La Otra Banda, cuando alcanzaron a divisar un extraño resplandor camino
del puente viejo. Al llegar a la curva que desemboca en el río, vieron
que en la ribera había una muy animada fiesta de charros, a la que sólo
le faltaba la música viva. Había en el jolgorio, gente de apariencia
respetable y apuesta: puros señores elegantes, de finos trajes e
impecables maneras. Uno de estos señores, al mirarlos pasar, se acercó
con la intención de contratarlos para animar el festejo. Al acordar la
paga, los músicos comenzaron a tocar; y en ese momento apareció, de
nadie sabe dónde, un grupo de muy distinguidas y bien vestidas
señoritas, que rompieron el baile con los charros aquellos.
Después
de estar tocando por espacio de una hora, sin descansar, uno de los
músicos, se dio cuenta de que, tanto las muchachas como los charros
aquellos, tenían patas de chivo, como las que dicen que tiene el diablo;
asustado por lo que sus ojos miraban, soltó su instrumento, se santiguo
y gritó: ¡Ave María Purísima! Al instante, los charros, las muchachas y
la fiesta entera desaparecieron. Del Susto, los músicos perdieron el
conocimiento; dicen que fueron a aparecer en la madrugada del 2
noviembre de 1930, todos golpeados, revolcados y sin instrumentos, allá
por el rumbo de San Nicolás.
Por eso hay que tener cuidado; dicen
que los charros aquellos se aparecen de noche, en una carreta, y que
preguntan por una banda que toque recio, para animar unas fiestecitas,
que de vez en cuando, se suelen organizar en el pedacito de infierno que
colinda con el barrio de La Otra Banda, justo en la orilla norte del
puente viejo.
La Llorona
Cuentan los que
saben de esto, que hace muchos años en el bario de La Otra Banda, vivía
una familia, a la que podríamos llamar normal, común como es el caso de
muchas por acá; hasta que un día, llegó a vivir al pueblo una mujer de
rara belleza. Nadie sabía de donde había llegado, pero desde su arribo,
causó el escándalo entre las damas respetables, por su forma de vestir,
de caminar y de mirar; pero sobre todo, por lo que provocaba en los
hombres.
Don Camilo, el señor de la familia en cuestión, quedó
prendido de la recién llegada, desde la primera vez que la vio, cuando
pasó frente a la milpa que trabajaba, en la orilla del camino que lleva a
Panales. Ella lo enamoró de una mirada sola. Dicen que echaba lenguas
de fuego por sus pupilas, y que cuando caminaba no tocaba el piso.
Don
Camilo y la mujer aquella, tenían sus amores en lo escondido de las
veredas y las milpas que dan al puente. Cuentan que, puesta al tanto por
las habladurías de la gente, Doña Blanca, esposa de Camilo, tomó a sus
dos hijos y agarró camino con la intención de caerles con las manos en
la masa. Detrás de una nopalera los encontró; cegada por la rabia,
corrió con sus hijos hasta el puente, y desde lo alto, los arrojó, ante
la mirada atónita de su marido y la risa macabra de la fuereña. Unos
arrieros que por ahí pasaban, alcanzaron a ver cómo Doña Blanca se
arrojaba detrás de sus hijos a las aguas del río, mientras Camilo corría
como loco entre la nopalera. Nunca se supo más de él, ni de la fuereña.
Pero cuentan que por las noches, se oye a Doña Blanca gritar por sus
hijos, mientras busca venganza entre las mujeres de falda corta y zapato
ligero, y los hombres que como gatos tragones, teniendo carne en casa,
sale a buscar ratones.
Tengan cuidado si la escuchan; escóndanse,
póngase la camisa y los calzones al revés, encomiéndense a la Virgen de
San Juan, y guárdense bajo 7 candados y una palma bendita. Pero si la
ven, pierdan toda la esperanza, es seguro que la madre de ustedes,
tendrá que penar como ella, gritando por las noches: ¡Ay, mis hijos...!
Para Zyanya Mejía Nambo
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