Hace más de una año que no tenía unas botas. Uno de los primeros actos de independencia en la juventud fue comenzar a usarlas. No eran para nada los lustrosos zapatos negros que obligaban con el uniforme escolar, ni los más modernos —pero también lustrosos—, zapatos café que "combinaban con todo" en los primeros años de universidad. Las botas eran toscas y firmes, como los pasos que daba por la vida con un poco más de veinte años. Eran de piel, café claro, casi amarillas, con una suela que prometía ser indestructible; donde las huellas del trajín diario eran un adorno y no una mancha. Con aquel primer par, subí y bajé por todos lados, eran mis tiempos de estudiar fotografía por lo que el caminar buscando la imagen adecuada era un verdadero placer. Al cabo de dos o tres años de uso diario terminaron por dar lo mejor de sí.
Cuando aquel par se terminó, regresé a la plaza de Huasca a comprar otras botas en los mismos 200 pesos que me habían costado las primeras. Volví con otro par de botas nuevo que duró el doble que el primero. Las seguí usando religiosamente todos los días, incluso no tenía otro par de zapatos más que ese; cuando había que vestir traje, pedía prestado un par de zapatos "decentes" a mi Padre. Aún en los días que pasaba encerrado en la soledad de la casa, escribiendo, calzaba las botas para cruzar el pasillo entre el dormitorio y el estudio, nada como el paso firme al llegar al escritorio de trabajo; incluso su sonido aporreado las baldosas de la estancia, de ida y de venida mientras pensaba el verso adecuado de un poema, me era indispensable. Era ese sonido a mi casa, lo que me acompañaba a todos lados que caminaba con ellas puestas.
La distancia empezó el año de mi primer libro. La Troyana me regaló unos guaraches tan cómodos como modernos, los cuales me sentaban muy bien y pronto comenzaron a ser alternados con las botas, sobre todo en épocas de calor. Un par de años después, cuando me atropellaron el pie derecho en un absurdo accidente, soportar el pesado casquillo de las botas, era un martirio; mudé a un par más liviano y confortable, era la necesaria adaptación de los treinta y tantos. Con un par de esos pares duré hasta que un cumpleaños no llegaron otras botas, sino otra pluma fuente y en la emoción de otros zapatos que las emulaban no volví a calzarlas. Hasta hoy, con éste par navideño que me sienta bien, con su peso me mantiene en el suelo y su tersa piel, parece dispuesta a desgaste en el camino. Un camino que continúo, hasta hoy.
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