Emiliano Paramo
Querido Byron, hace unos años, en una de esas tarde de lectura que alguna vez tuvimos en su estudio, con el Dr. Andrés Cruz, le leí estos versos de Sabines:
Necesitamos despertar para estar más despiertos,
en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos.
Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,
por eso es que este hachazo nos sacude.
Nunca … nos paramos a pensar en la muerte…
Qué lejos estábamos de estos los más largos días del tiempo. Su muerte me tomó de sorpresa (como a todos), porque uno nunca se imagina que un sabino pueda desplomarse, y volver tan pronto al seno de la tierra que lo ha nombrado. Me enteré por la llamada que me hizo un periodista para recoger mis impresiones; después un mensaje de texto en el móvil lo confirmó. El mensaje constaba de sólo dos palabras que fueron un hachazo: Byron murió… El periodista insistía en que yo le opinara algo que pudiera incluir en la nota que aparecería al día siguiente, pero qué podía decir que no sobrara. Atiné a opinar que su muerte nos dejaba ciegos, con esa ceguera que deja la partida de alguien que nos ha enseñado a mirar más allá de los límites de la razón, porque así fue con usted: después de las muchas tardes mirándolo pintar o escuchándolo repasar los días y noches de su vida, ver se volvió un acto inaugural para mis ojos.
Sabines siguió diciendo:
No lo sabemos bien, pero de pronto llega
un incesante aviso,
una escapada espada de la boca de Dios
que cae y cae y cae lentamente.
Y he aquí que temblamos de miedo,
nos ahoga el llanto contenido,
nos aprieta la garganta el miedo…
Laura estuvo conmigo esa mañana en que lo fuimos a ver al parque que antes de ser, se había formado entero en el prodigio que lo habitaba mirada adentro. Ahí, al vestíbulo del “Gota de Plata”, llegaron sus amigos, su familia, funcionarios y políticos; algunos que vinieron a cumplir un encargo, otros que lloraban con lágrimas de no se dónde, y otros más que guardaron su amor para llorarlo en la intimidad, corazón adentro.
Siempre he mirado a Eva, su compañera de ruta, como una mujer entera, fuerte, regia, inteligente y ejemplar; ese día era casi la misma, sólo que -en ese instante- la colmaba la tristeza larga de las horas que ya llevaba su ausencia. Hoy día, sostenida en el recuerdo y la presencia inmarcesible del Maestro, se ocupa en preservar el legado y la obra del hombre y del artista.
Alguna vez le leí también un poema de Alejandro Aura:
Nos juntábamos para reírnos;
es de entonces que tengo esta afición al canto
en vez de la blasfemia;
para reírnos nos juntábamos.
Vuelvo a insistir en el amor;
querré estar muchas horas mirándote…
Siempre recordaré su risa. Nosotros también nos juntábamos para reírnos, y alguna vez para llorar lágrimas buenas. La única vez que visité su casa, después de su partida, quise buscarlo en el eco irrenunciable que dicen se guarda en las paredes que escuchan, pero mis oídos están sordos si no resuena el jazz sincopado saliendo de las ventanas, terrazas y escaleras que habitan el paraíso pendiente que dejó frente al Cerro del Elefante.
Maestro, hay en un cuaderno de tapas negras que guardo en mi casa, una lista de cosas que me propuse hacer antes de morirme; son 7 las que ya no podré cumplir, pues lo incluían a usted como elemento esencial del sueño y del proyecto. Pero más allá de mi libreta de tapas negras, quedaron pendientes un viaje a Cuba en tiempos de carnaval, un libro juntos, una comida en Santiago de Anaya, una tarde de cortes argentinos, muchas copas de tinto, muchas palabras, mucha poesía, algunos tangos, un viaje a Oaxaca por carretera cantando a José Alfredo; mucho en mi se quedó incompleto desde aquel octubre en que Gardel sonó en su nombre: “Adiós, muchachos; compañeros de mi vida…”
¿Cómo recordarlo renunciando a la tristeza? Mientras escribo esto, escucho a los Fabulosos Cadillacs: Como quisiéramos / que te quedaras con nosotros; / todo se acaba, / pero que dure una eternidad, / cuando te reía… / Palermo, los tambores sin consuelo / y nosotros egoístas… / Siempre estallabas / el pulso del ritmo de tu voz / sobre nuestras espaldas, / ahora son como un lastre de caricias / que nos hacen falta… / Palermo, los tambores y nosotros egoístas… Y no es Palermo; es Mixquiahuala, La Peña y los atardeceres que nunca serán los mismos sin usted.
Ojalá que desde algún lugar en medio de los astros, me lea o me escuche. El Cerro le sigue quedado hermoso, y sigue siendo tan suyo, que no puedo mirarlo sin adivinarlo frente a él levantando la esperanza. Lo miraré pronto, Maestro. Jamädi…
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