Daniel Sada
Con algo de jactancia llegó y puso el libro sobre la mesa: Aquí tienes lo que tanto andas buscando: la frase fue dicha a todo pulmón para que resonara a lo ancho del restaurante y, lo visto al instante, una edición estropeada, pero completa, la única en español. Gastón, que estaba sentado en el gabinete, se colocó sus gafas y sí: El zafarrancho aquel de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda, el Joyce italiano que cita Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio, como ejemplo supremo de multiplicidad. Así la sorpresa. Más aún cuando Atilio Mateo le describió la extenuante peregrinación que hizo por una veintena de librerías de viejo. Calles peligrosas a toda hora, malolientes, y desperdigadas por los rumbos más horripilantes y bufos de la ciudad. Fueron cinco días de búsqueda. Mucha gente vaga le dio nortes. Gente fachosa bien informada. Circunstancia fantástica, ¿o no? Y hablando de Atilio Mateo: ¡qué muestra de amistad! Durante cinco días dejó de ir a su trabajo de burócrata para dedicarse a la busca de un libro difícil de hallar. En los primeros cuatro días empleó doce horas (de las nueve a las nueve) en su indagatoria, pero fue al comienzo del quinto cuando se topó con una rareza llamada Librolandia y halló por fin aquello y: ¿No habrá otro ejemplar?, de una vez me puedo llevar dos o tres, incluso si tiene más se los compro. Pero el librero, alzando las cejas, le dijo: Lo siento, sólo tengo éste. Total: demasiado tiempo para el hallazgo. La ventaja de Atilio Mateo era que tanto su jefe inmediato como su jefe superior le permitían ausentarse por la razón que se antoje. Si alguien de más arriba les preguntaba por el fugitivo, tanto uno como el otro decían que andaba haciendo una investigación, o más o menos. Además, ambos admiraban al intelectual: un genio desperdiciado y, desde luego, merecedor de constantes apapachos. Sí. Un trabajo envidiable para un ente profundo.
Resta decir que el trío laboraba en la Secretaría de Educación Pública. O sea: la burocracia tiene una bola de enredos incomprensibles. Ahora, por lo que respecta a Gastón, él no era burócrata, lo fue hasta hacía unos dos años. A la fecha era un desempleado más.
Un desempleado que buscaba a diario y sin desmayo un trabajo oficinesco, nada más eso, por lo que entregaba solicitudes presentándose bien trajeado, por si las dudas, pero la obtención: ¡ninguna!, hartas largas inmerecidas, o algunos rechazos casi en son de broma. Sea que no lograba siquiera una oportunidad a mediano plazo. Mala suerte, aunque... más bien... no tanta. No, porque un hermano mayor le daba asilo y con gran beneplácito le entregaba una cuota semanal bastante exigua, a condición de que entre semana no dejara de solicitar lo que tanto le hacía falta. La frustración –en goteo– de todos modos. Dos años de opacidad que Gastón trató de remediar con la lectura de libros, pero todavía esto: la lectura como un reto, que no como mero entretenimiento. Por angas o por mangas llegó a odiar lo superficial, muchísimo, siendo que lo contrario no sabía qué era: ¿una vida a contracorriente?, ¿leer a autores en verdad conocedores e imaginativos, más que a autores sabihondos? Al respecto hay que decir que se inclinaba por un amor a la belleza del misterio, nunca por un amor a la belleza de las aclaraciones. Asombro más asombro y ninguna respuesta. Enigma que crece y paradójicamente es fiesta, riesgo, sombra, tiniebla, por ahí algún haz, o unos cuantos, y de nuevo –¿por qué no?– fiesta y mayor desorden.
Cuéntese que transcurridos los primeros seis meses de desempleo, Gastón tuvo la suficiente concentración para disfrutar lecturas dislocadas y problemáticas. Leyó con rapidez el Ulises, de James Joyce; La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y la Divina Comedia de Dante Alighieri, la traducción directa del toscano al español acometida por Bartolomé Mitre, en verso endecasilábico; teniendo en su haber otros tres retos pendientes: Paradiso, de José Lezama Lima; Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, y La vida instrucciones de uso, de Georges Perec. Unas de las opciones más deseadas era la famosa novela de Carlo Emilio Gadda, (y hela aquí), amén de otras proezas del mismo autor: La mecánica y El aprendizaje del dolor, que a saber cuándo las hallaría, en traducción castellana, desde luego; en fin, hazaña por venir, como sería la localización en librerías de otra obra italiana importante: Los Malasangre, de Giovanni Verga: sea pues un viacrucis, un ímpetu y un desaliento, y luego un renovado brío, no sólo por lo difícil de la lectura sino por el agobio de buscar tras creer. En el restaurante la conversación se puso alegre por el obsequio de una obra que trataba de un asunto nimio, en apariencia; una exuberante pesquisa policial, pero que en manos de un autor apasionado y neurótico como Gadda se transformaba en una red amplísima de conexiones entre hechos y personas; intríngulis de angustias y obsesiones sazonado con variados niveles lingüísticos del alto y bajo italiano, así como una muestra inaudita de léxicos de toda categoría. Literatura extrema, maniaca a más no poder, pero iluminadora por cognoscitiva, que seguro ha ofrecido a muchos un constante vértigo, mismo que puede tanto hastiar como maravillar. El zafarrancho es un vapuleo narrativo radical que lo mismo podía seducir que poner irascibles a los pobres lectores. Y el reto ¿sin más? A ver si lo aguantas: último añadido de Atilio Mateo, que le había hecho de viva voz a su amigo un extracto campechano de la novela. Así a otra cosa: un asunto demasiado real: lo del desempleo. ¿Cuál arreglo? Ninguno. ¿Cómo?, ¿ni un viso de optimismo? Nada. De hecho, Gastón deslizaba la pregunta titubeante: que si en la Secretaría de Educación Pública había una plaza disponible; que con las influencias de Atilio Mateo ¡a ver si sí!; que no importaba el monto del sueldo, el chiste era percibir algo de algo: digno, digamos. El amigo era amigo a su manera: hacía balances de afecto, sea que el favor del libro sí, pero el empleo no. Sobre todo porque Atilio Mateo sabía que aquel lector singular era al fin y al cabo un hombre pusilánime, que, como se dijo, metía a diestra y siniestra solicitudes de chamba, pero no era agresivo en la súplica, no tenía poder de convencimiento y, lo peor, no era competente. Por ende, la ayuda... que otros se la dieran.
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