Aves oscuras surcaron el cielo de un día recién nacido. Divino aleteo que te nombraba: imaginaria luz del ciego. El silencio que hasta entonces todo lo dominaba fue condenado al exilio; era la vida, con su incesante e inexplicable sonido: bullicioso viento que todo lo emancipa, el agua sedienta de sal que sigue corriendo, la roca impetuosa que se enfrenta a si misma y el codicioso fuego que todo lo forja. No hubo lugar de la reciente geografía en que esos ruidos no se aparearan, con los ecos formados por las cañadas y con los silbidos que nunca bajan de las cimas. Emergió también de las profundidades que sus ancestros habían erigido como templos, donde siglo tras siglo fueron tejiendo sus creaciones, experimentando, combinando a precarias especies vestigiales. La marea que arrullaba contrapunteó. Lentos pero incesantes chasquidos de aletas que prometían evolucionar en pesuñas y por fin en plantas. Branquias que asfixiadas por la limpieza del viento dieron paso a los poros que nos permitieron la vida. También vino del cielo, cayeron soles hambrientos y terribles en una llovizna de siglos. Cada gota incandescente fue un embate que moldeó los continentes.
Recién llegados recordaron los odios que los forjaron y pacientemente urdieron la venganza, el martirio susurrado por las voces; aquellas que se escuchaban cuando todavía ninguna palabra era creada. La lumbre entonó himnos ensordeciendo las cortezas de los árboles y las raíces de las flores. Todo lo aturdido se volvió ceniza y grano a grano convocó a la lluvia. El desden de la tormenta, trueno a trueno, negó toda respuesta. Ellos lo sabían y se guarecieron en las entrañas de la madre que arroja flores lilas a los días nublados, firmamentos despejados para los pétalos blancos; rugido y beso al unísono. Los pocos nonatos salvaron la vida, hilvanaron las horas y los días, machacando flores traídas por el viento, incrustadas finamente en su guarida. Con el zumo multicolor tatuaron en al piedra siluetas de animales imaginarios, vistos apenas en los más oscuros rincones del sueño; ellos ahí con lanzas y valentía los otros allá con miedo y crías. La luz, sagaz mirada insistente y sedienta de temores, los hurgaba con sus dedos magnánimos y su lengua decadente, entre las viseras pétreas que los paría. Piedras que laten; secreciones de polvo.
Recién llegados recordaron los odios que los forjaron y pacientemente urdieron la venganza, el martirio susurrado por las voces; aquellas que se escuchaban cuando todavía ninguna palabra era creada. La lumbre entonó himnos ensordeciendo las cortezas de los árboles y las raíces de las flores. Todo lo aturdido se volvió ceniza y grano a grano convocó a la lluvia. El desden de la tormenta, trueno a trueno, negó toda respuesta. Ellos lo sabían y se guarecieron en las entrañas de la madre que arroja flores lilas a los días nublados, firmamentos despejados para los pétalos blancos; rugido y beso al unísono. Los pocos nonatos salvaron la vida, hilvanaron las horas y los días, machacando flores traídas por el viento, incrustadas finamente en su guarida. Con el zumo multicolor tatuaron en al piedra siluetas de animales imaginarios, vistos apenas en los más oscuros rincones del sueño; ellos ahí con lanzas y valentía los otros allá con miedo y crías. La luz, sagaz mirada insistente y sedienta de temores, los hurgaba con sus dedos magnánimos y su lengua decadente, entre las viseras pétreas que los paría. Piedras que laten; secreciones de polvo.
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