sábado, 13 de noviembre de 2021

El XI Festival Ignacio Rodríguez Galván

Las ideas para iniciar esta columna revolotean en mi cabeza como mariposas monarcas en los bosques michoacanos de oyameles. Cojo valor y de un zarpazo al aire aprisiono, entre las falanges y la palma, una mariposa, es decir, una idea. 

¿Qué somos o qué son los gestores culturales? Tal vez haya muchas definiciones desde lo antropológico, lo filosófico, lo social e incluso lo etimológico. No lo sé. Pero lo que sí deberíamos ser, aquellos que pugnamos en algún momento porque el arte y la cultura se detonen en un momento y en un lugar, es ser fantasmas. Quedarnos en las bambalinas, ejecutando la suerte de quien urde un milagro y lo deja florecer frente a los ojos de los fieles, en este caso, de aquellos que alcanzan a vislumbrar en la poesía un dejo de humanidad en este mundo preapocalíptico.


Ciertamente el Festival Ignacio Rodríguez Galván, no solamente ostenta el nombre de uno de los poetas hidalguenses –aunque Ignacio haya nacido en el territorio hidalguense antes de que éste fuera tal –, más importantes y determinantes en el rumbo de la literatura mexicana, sino que también se ha consolidado en el escenario cultural del estado de Hidalgo y de México por la talla, literaria y geográfica, de sus participantes.

Alcanzar once años de presencia ininterrumpida en la cultura que se desarrolla, contra viento y marea (hay que decirlo), en Hidalgo es digno de reconocerse, por supuesto, pero no es obra de una sola persona; el prestigio de un festival no sólo radica en la tenacidad (o necedad, porque en Cultura este término acomoda mejor) del gestor, sino que se construye con la confianza de aquellos que apuestan por viajar, por asistir (en la mayoría de los casos, como es el caso de este año, sin apoyos para transporte, alimentación u hospedaje) a Tizayuca para compartir con los otros (los desconocidos, los ajenos, los potenciales cómplices de la poesía) la obra que se brega en soledad y esa catarsis devastadora que experimentan en exclusiva aquellos a los que no nos queda más remedio que escribir.

Así que, a partir del próximo lunes 15 de noviembre y hasta el sábado 20, se llevará a cabo de manera presencial este festival que aglutina, en esta ocasión, a poetas de latitudes tan distantes como Austria, Italia, Colombia, Haití, Puerto Rico, y por supuesto, México.

Sin duda, la oportunidad de conocer voces internacionales de lo que poéticamente se está labrando en el mundo es inmensamente enriquecedor. Sin embargo, como el últimos cuatro o cinco años, el Festival a mantenido un sesgo local que responde a las fobias de quien ostenta, ridículamente, la “posesión” del Festival. 

Celebramos con algarabía la presencia de poetas hidalguenses de la talla de Octavio Jiménez y Martha Miranda, entre otros; pero faltan las voces de poetas coterráneos que tienen un trabajo determinante para las letras locales como América Femat o Ven Morten Neria (entre muchos, muchos otros). ¿Quiénes participarán exactamente? No lo sabemos con exactitud pues, al día de hoy, el programa se ha manejado con opacidad y contubernio del poetastra organizador.

Estas omisiones, premeditadas y provocadas por los berrinches del fantasma que quiere aparecerse en todos los resquicios del Festival, tratan de ser opacádas por las tres lecturas magistrales que darán Elisa Díaz Castelo, Rubén Rivera y Pura López Colomé; los tres, poetas contundentes de la literatura mexicana. Bienvenidos poetas, acá en Hidalgo habemos quienes queremos escucharlos.

En fin que, el fantasmíta este (un Gasparín de quinta, pues) ha logrado anteponer su voluntad y si beneficio personal, ante la destacada gestión de la alcaldesa de Tizayuca abusando de su confianza y enemistándose abiertamente con su área cultural, a la cual, dicho se a de paso, a difamado.

Ante la efímera y convulsa vida de nosotros los escritores, deben prevalecer los libros, las lecturas, los festivales; es decir, la literatura (qué al fin de cuentas no pertenece a nadie, aunque se tenga “el registro de los derechos”, más que a los lectores).

¡Viva el Festival Ignacio Rodríguez Galván! Muera el fantasmas que pretenden su posesión y un protagonismo que no sólo no les corresponde, sino que además, a todas luces, le queda grande.

sábado, 6 de noviembre de 2021

El trabajo y la locura

Si inciára esta charla sentado frente a Marx, le diría: “El trabajo aliena.” Karls mi miraría con profundo desprecio, emitiría un rezongo germano entre dientes, se levantaría enérgico del ficticio sillón y abandonaría estrepitosamente la ficticia habitación.

¿Qué tan invasivo se ha vuelto, gracias a la mensajería instantánea, el correo electrónico y las salas virtuales, el trabajo? Sobre todo con el pretexto del jomofis. Absolutamente invasivo. Uno carga la oficina en el móvil. Trasiegas en el bolsillo, los memorándum, las solicitudes pendientes, los oficios que hay que enviar, la planeación utópica de la semana. Junto a tu almohada mientras duermes se acumulan las exigencias nocturnas que te quitan el sueño aunque silencias las notificaciones o viajes en sueños con el modo avión.

La vida que nos deja la pandemia se ha convertido en un devenir desenfrenado de responsabilidades apremiantes, que deben ser atendidas al segundo porque las notificaciones tardan en alterarnos lo que tarda un suspiro en terminar. Hemos sido arrebatados del derecho que tenemos a no responder, a hacer esperar al que requiere nuestra atención inmediata en el guatsap; de dejar que el móvil se sacuda como desquiciado hasta caer al suelo. ¿No deberíamos defender nuestro derecho a hacer esperar a los otros? ¿A manejar en paz sin el riesgo que implica mirara la pantalla de smartfon? ¿De comer mirando y charlando a quienes comparten nuestra mesa sin estar encadenados al “mensaje que acaba de entrar”? Como el médico que se toma su tiempo para atender, entre paciente y paciente, el trabajo de gabinete, aunque la sala de espera arda “como el tendido en tardes de corrida”. 

Hoy, volver a las oficinas se ha vuelto una doble jornada; atender lo presencial mientras se atiende lo virtual. Recibir a alguien que entra a tu oficina mientras en la pantalla se amotinan los colegas en el más reciente encuentro de sum

El trabajo aliena, claro. Nos sustrae de nuestras pasiones, incluso cuando nuestra pasión es nuestro trabajo. La labor diaria siempre trae sorpresas, urgencias por resolver, recovecos tan inesperados como molestos que trastocan el más aceitado plan de trabajo. 

¿Cómo luchar contra eso? ¿Cómo detener al invasor? 

En las últimas semanas he vuelto a tener una cámara reflex entre las manos y frente al ojo que me queda. Esto, gracias a la paulatina recuperación del holocausto financiero que significa procrear, tener, mantener y educar a los hijos. Ahora no necesito un rollo, ni controlo la apertura desde la anilla superior del lente -como el conspicuo ladrón internacional de joyas acariciando la perilla numeral para atinar la combinación de una caja fuerte-; ahora sólo meto el ojo en la mirilla y con un solo dial digital controlo la exposición o la subexposición que es como me ha gustado siempre saturar el color o diversificar los grises de una foto. La foto digital es el paraíso de quienes aprendimos en los confines del siglo XX y las primicias del XXI; uno puede oprimir el obturador si el temor de que las 36 exposiciones del rollo de película sucumban inmediatamente antes de la toma precisa. Disparo, disparo, disparo y enfrento con estoicismo la resaca de elegir entre cientos de fotografía las tomas más representativas y valiosas en un solo día de trabajo. En la alienación del trabajo que realizo, un resquicio entreabierto permite paso a la creación; es decir, a la locura.