Ayer, dieciocho de junio, se cumplieron cien años de la muerte de Ramón López Velarde “El padre soltero” de la poesía mexicana, como bien lo llamó Hugo Gutiérrez Vega.
López Velarde nació en Jerez, un poblado en el corazón de
Zacatecas, en 1888. Estudió en un seminario lo que determinó y cimentó su fe
católica, la cual sería fuente de profundas contradicciones determinando el
carácter confesional de su poesía.
De él, el primer poema que se conoce es “A un imposible”,
aparecido en 1905, cuando el poeta tenía apenas diecisiete años. En ese momento
no lo sabría pero se encontraba en la mitad de su vida. No significa que ese poema
hubiera sido escrito en esa edad, es muy probable que fuera escrito antes, sin
embargo al ser el primero en hacerse público es un asomo al tema primigenio de
la obra de este gran poeta mexicano: la imposibilidad del amor.
Mientras José Vasconcelos construye la intelectualidad del
mexicano, Ramón López Velarde siembra su sensibilidad, le da identidad a su
sentimiento, a su pasión. Sin embargo, cuando se piensa en López Velarde se enarbola
un equívoco común: es el poeta del amor, de la búsqueda del amor puro. Pero su
poesía está más relacionada con otro poeta importantísimo de la literatura
universal, muerto cien años antes que él, Charles Baudelaire. La poesía lopezvelardiana
está llena de claroscuros donde la lucha de la carne y el espíritu es
encarnizada. Donde por momentos, muchos, el “deber-ser” sucumbe a las concupiscencias
propias de quien ama intensamente.
Su religiosidad lo llevará a establecer una religión única e
impostergable con la mujer; la búsqueda de religarse con el verdadero motivo de
su existencia. “Las flores del mal” y “Fuensanta” son poemas que funden al
francés con el mexicano en la misma categoría de orquídeas cuyo aroma mezclado
–camela y pimienta- perfuman el más hermoso de los paisajes sombríos.
Más que un “humanista”, Ramón López Velarde es un humanista
que coloca al enamoramiento como la más sublime de las empresas. Desde la
provincia, es decir, desde la recóndita intimidad de la nación, hará convivir
un uso altamente culto del lenguaje con el bullanguera habla popular. Será la
voz que dicte la maravillosa musicalidad del hablar mexicano, marcando para
siempre la lírica nacional.
En cada poema, el zacatecano, irrumpe con confesiones que
exaltan un corazón de fuego; labrado a fuego, latiente por la flama y consumido
por las llamas de pasiones descontroladas que descarrilarían, al cabo, a los
treinta y tres años, como Cristo. (En la modernidad hubiera inaugurado un club
de escritores-star como el club de los veintisiete.)
La costumbre y la decadencia, la tradición contra la
novedad, la provincia y la separación con la metrópoli, serás las batallas que
luche con su pluma en cada verso.
El vate transfigura la culpa de sentir. Es un hombre, no sólo
un poeta, que se asume errante,
forastero en toda tierra, contradictorio, culposo de sentir sin tregua;
permanentemente insatisfecho e irredento. Apenas un poeta, pero sobre todo un
hombre, que libera su corazón del purgatorio y lo ofrece, cual sacrificio
batiente, al sol.
En él, el fuego labra y destruye, resana lo que se ha roto
entre lo humano y la naturaleza. Es decir, vislumbra sin apegos la dualidad del
ser humano. El fuego purificador de un poeta atormentado por la culpa de vivir.
A cien años, huérfanos de él, leerlo y re-enamorarse de su
poesía es el mejor homenaje anti-parricida que podemos levantar. ¡Salve López
Velarde!