viernes, 24 de julio de 2020

¿Nueva normalidad o nueva realidad?


Foto: 65ymás.com

Llevo un rato tratando de iniciar esta columna, pero un manojo de mensajes de distintos amigos me abruma. Unos luchando en carne propia con el virus maldito, ya contagiados, enfrentando el escozor de la muerte que extiende sus tentáculos asquerosos por todo el cuerpo; otra querida amiga desde Italia, sufriendo el fallecimiento de seres queridos acá en México y padeciendo las noticias de saber a otros familiares enfermos al mismo tiempo. Parecería que el covicho nos cierra el círculo y nos deja en la precariedad de la incertidumbre. Tememos por nuestros seres amados de avanzada edad, para los que padecen otras enfermedades periféricamente mortales, asustados por escuchar un estornudo o sentir una punzada en la garganta que en otros momentos sería desdeñada y que hoy se presenta como un posible augurio maldecido.

Entre esta montaña rusa de desazones y esperanzas la perspectiva del futuro es cada vez más incierta y postergada sin una fecha precisa para volver a lo que se ha denominado la “nueva normalidad”. Que eufemismo más desafortunado; de lo único que podemos tener seguridad es de que nada volverá a ser normal, ni por asomo. Precisamente ayer, la Flaca escuchaba un “güebinario” donde el ponente, un terapeuta reconocido, planteaba no una nueva normalidad, sino una “nueva realidad”.

El bicho desalmado ha sido un hito en la historia moderna del mundo, una abertura en canal que divide el antes y el ahora de nuestra vida como núcleos humanos. Cambió la faz de nuestras ciudades volviéndolas por momentos desiertos invisiblemente contaminados (recuerdo ahora que los pobladores de la zona de exclusión de Chernóbil no querían dejar sus tierras porque no podían ver con sus propios ojos aquello que los amenazaba) y poco a poco han ido evolucionando en territorios a los que nos aventuramos con temor, por ejemplo, cuando tenemos que salir forzosamente a hacer la compra.

Los espacios públicos se han transformado en la medida de la afectación que ha tenido y tendrá la nueva realidad de nuestra interacción humana. Somos seres sociales, que necesitamos del otro, del contacto con los congéneres para estructurar la percepción que tenemos de nuestro entorno; sin embargo, la nueva realidad a la que hemos ingresado nos marca constantes y determinantes límites de acercamiento con otras personas. El uso del tapabocas, los protocolos sanitarios para ingresar a algún sitio y la sana distancia son fronteras de cristal que no podremos transgredir y que perfilarán la interacción humana no solamente de nuestra generación y de la generación de infantes que ya ha ingresado en un mundo “distante”, sino de las generaciones venideras que observarán con la misma rareza un reproductor de casets que un apretón de manos como saludo.

Esa distancia de seguridad nos ha orillado al uso de la tecnología para continuar más o menos en el mismo ritmo con nuestras tareas habituales. Hemos descubierto no solo la comodidad de las reuniones sino también su conveniencia y eficacia para resolver problemas de trabajo sin tener que movernos. Con seguridad, en nuestra nueva realidad hibrida privilegiaremos el “jomofis” y las relaciones humanas de oficina quedarán prácticamente anuladas a menos que nos espere una interacción paulatina y acotada como ya he referido.

Por último, una ventaja; ante la avalancha de expertis fraudulenta sobre la pandemia (sobre todo por “couchins” de la salud) y la desinformación sistemática que procura ocultar tras la información del covid, otros no menos maquiavélicos intereses, hemos comenzado a generar una cautela sobre lo que leemos, escuchamos, pero sobre todo creemos.

En esta nueva realidad de distanciamiento en el que ya nos encontramos, preservaremos entonces un abrazo, una palmada en la espalda, un beso en la mejilla o la palma abierta para los más cercanos, los que siempre valen la pena el riesgo y no podemos dejar de tocar, como un vestigio de que fuimos una raza afectiva. 

viernes, 17 de julio de 2020

Nostalgias pandémicas



Apenas hace un par de días, mi querido y admirado Rafa Pérez Gay reflexionaba sobre la nostalgia de ir a nadar, la cual le ha provocado el encierro y la posibilidad nula de regresar al agua para el fortalecimiento físico y la recreación espiritual; flotar como en una enorme pileta amniótica como recuerdo vivido del ya lejano vientre materno. Recogiendo esa hebra, sobre lo que extrañamos en el encierro pandémico, me rodean un par de nostalgias propias, granjeadas en estos tiempos en que me quedo en casa (más por preferencia que por obligación) y que salir me provoca un certero temor que no había experimentado antes en mi vida.

Yo extraño correr y rodar. Mi hija dice que cuando menciono la palabra “rodar”, se imagina que caigo hecho cochinilla por las escaleras, aunque sabe perfectamente que me refiero a montar la bicicleta. Los gringos dicen “saiclin”, la traducción más adecuada sería “bicicletear”, aunque lo más común en el español mexicano sea “pedalear. Extraño pues, pedalear.

Aunque la actividad no resulta muy riesgosa (según algunos expertos), la ejecución del “jomofis” no me exige ir a ningún lado. La Bucéfala (como todo buen ciclista urbano que se respete he bautizado mi bicicleta, emulando el nombre maravilloso que Alejandro Magno le puso a su equino predilecto, un azabache oriental), retoza sosegada en el jardín trasero y ha reiterado su derecho al descanso con una ponchadura en la llanta delantera. Su uso pues, ha quedado confinado al futuro, tal vez no muy cercano según los números que va anotándose la pandemia, cuando tenga que volver a la oficina a realizar mis labores.

Pero la nostalgia que verdaderamente me infringe dolor es la de correr. He leído un puñado de artículos que describen los riesgos de que, en el sendero elegido para trotar, una estela de partículas salivales quede suspendida y sea absorbida por el corredor quien, bufando como bestia herida, ingiera en una respiración atolondrada que exija abrir la boca; sobra decir que yo soy el corredor de la boca abierta. Por otro lado, hay quienes sugieren elegir zonas poco transitadas para que el “raner” no se encuentre con esta ponzoña flotante, sin embargo, el tiempo estimado de supervivencia y ululación de las partículas mentadas es de varias horas. Por tanto, en la balanza, gana ser precavido y estático.

No piense, estimado lector, que no he intentado vencer los temores. Lo he hecho y me he aventurado a un par de entrenamientos melifluos en la comodidad del adoquín de las privadas circundantes a mi casa. Han sido suficiente para enfrentarme al deterioro que el encierro de un poco más de tres meses ha provocado en mi resistencia. Sin embargo, se extraña la sensación de libertad que provoca salir a correr, la reticencia inicial de los músculos, el beneplácito que recorre el cuerpo cuando ya se ha desperezado, el sudor que empieza a modular la temperatura corporal y que termina como en cascada después de los cinco kilómetros. Pero sobre todo, se hecha de menos la calma con que se puede pensar cuando se está en propia, única y correlona compañía; esos diálogos internos en los que se discuten temas de tal trascendencia que sólo pueden ser tratados con la razón enteramente puesta en ellos; esas charlas internas donde salen a relucir las pifias cometidas en el pasado y que nos siguen haciendo renguear como piedras en los zapatos; o la oportunidad de describir con detenimiento momentos o personas instaladas en otros tiempos y que han quedado atrás.

En fin, que es esa mezcla, entre el extenuante cansancio físico y el descanso interior, lo que de verdad hace falta. También hace falta beber un trago con amigos o pasear analíticamente por los museos. Pero de esas otras carencias pandémicas hablaremos en otra mejor ocasión.

Paso cebra
Las calles se han notado pululantes, lo que no esta mal; pero los cubrebocas lucen descolocados y la sana distancia enfermiza. No bajemos la guardia ante el maldito bicho corona-virulento. Cuidémonos todos para vencerlo.

viernes, 10 de julio de 2020

Selfi mutuo con tapabocas


Hace muchos años la Flaca compró un polimorfo portarretratos para colgar en la pared. Le caben diez fotos de diversos tamaños. De inmediato lo llenó con imágenes de familia, amigos cercanos y nosotros, quiero decir de ella y yo. Al paso del tiempo y por diversas circunstancias las imágenes fueron relevadas y vueltas a poner en su lugar. Hasta hace dos días se le podía apreciar prácticamente igual que en su primera distribución de recuerdos. Incluso, mirándolo detenidamente, llegué a pensar que las formas y colores de esos retratos se habrían ya mimetizado con el cristal que las protegía. Pero no fue así. En un arranque de emoción y con un puñado de retratos compartidos, la Flaca decidió cambiar todas las fotos, colocar en lugar de los rostros de amigos y familiares nuestros selfis mutuos más afortunados (incluso uno donde aparecemos embozados contra la pandemia). El espacio alcanzó también para las amigas más cercanas y las criaturas más queridos. Pero, sobre todo, hubo espacio para desbocar la pulsión de conservar a la vista aquellos momentos determinantes para eso que llamamos felicidad; son tan pocos que bien vale la pena tenerlos a la mano y resguardarlos del olvido.

La fascinación por los retratos data de la época helenística y generalizó el uso del retrato honorífico con fines enteramente públicos y el uso del retrato privado como parte del culto a los antepasados; iniciaba la república. Sin embargo, sin adscribirnos solamente a esa línea estética, todas las cultura, antiguas o modernas, desarrollaron técnicas, primero escultóricas y después pictóricas, para preservar la memoria de aquellos que merecían reconocimiento o simplemente no debían ser olvidados. Hacía el siglo XIX, la fotografía suplió las necesidades “retratísticas” que se habían practicado hasta ese momento en el lienzo y la piedra, dando lugar a una de las costumbres más interesantes de esa época: las tarjetas de visita. La costumbre dictaba que las personas pertenecientes a la clase alta tuvieran un retrato, individual o de familia, reproducido en un papel grueso que era llevado como presente de agradecimiento a la casa de alguien que les invitaba; esa tarjeta se dejaba y en ocasiones era colocada en un portarretrato como evidencia del encuentro.

Dando un salto elíptico en el tiempo, la tecnología nos ha permitido volver a la costumbre de las tarjetas de visita con características digitales de retratos que compartimos vía guatsap o mesanyer. Ya pocas veces, o tal vez sea nula la posibilidad, imprimimos en papel fotográfico o corriente, los recuerdos que nos merecen la pena. Nos parece tan arcaico e inútil como escribir cartas de puño y letra. De ahí que el impulso de colgar en la pared nuestra obsesión por detener el tiempo, sea un acto de rebeldía ante la costumbre de almacenar cientos y cientos de imágenes en nuestro teléfono móvil. Como quien decide que, de toda esa avalancha de momentos, un puñado son suficientemente importantes para convertirlas en el decorado permanente de nuestra confinada cotidianidad. Ahora la Flaca y yo, somos nuestro mejor paisaje.

Paso cebra
Murió el compositor que más le ha dado al séptimo arte. Dotó de maravillosos sonidos a imágenes que se volvieron icónicas en la pantalla de plata. Con profundo arraigo en la academia, siempre estuvo dispuesto a la experimentación y la búsqueda sonora. Le dio sonido al western, a la rabia y la fe en la selva guaraní, o al deleite de lo prohibido como los besos recortados de las películas por la censura. Sus bandas sonoras eran un disfrute total, desde las más famosas, como la ya referida Cinema Paradiso, hasta una que otra que aparentemente pasó sin pena ni gloria, como la escrita para la película Wolf de Mike Nichols, donde un Jack Nicholson licántropo recorre la ciudad en una atmosfera cargada de suspenso provocada enteramente por la música de Ennio Morricone. Eso era, sobre todo, el músico italiano, un creador de atmósferas, de imágenes sonoras que vuelven a nuestra memoria aún antes de las imágenes que acompañaban, al contrario de los truenos donde primero nos azora el fulgor y luego el estruendo. Morricone era un trueno inverso. Descanse en paz.

viernes, 3 de julio de 2020

El andamiaje de la memoria



En dos días cumplo años. Cuarenta y seis, para ser exactos. Se dicen más fácil de lo que se cargan, sin embargo, como podrá imaginarse, el día me significa una franca celebración. A pesar de ser un hombre de pocos amigos (nulos diría la Flaca no sin sorpresa y congoja), los días de mi cumpleaños siempre he tenido la fortuna de estar acompañado, me gusta cocinar una cena especial y brindar por una marca más en la cuenta de la existencia; una vuelta más al sol, dicen los astronómicos; un capítulo más de experiencias, dicen los bibliófilos; o un peldaño más en la vida, dicen aquellos que aún no saben cuánto, a cierta edad, rechinan las rodillas.

Lo cierto es que, desde hace algunos años, en los días que rodean mi birtdei, me asalta un enjambre de pensamientos sobre esa extraña e instintiva manía que tenemos los seres humanos por contar el tiempo. No sólo por contar “nuestro tiempo”, el tiempo que vivimos y encasillarlo, por ejemplo, en épocas durante las cuales nuestro cuerpo va determinando el desarrollo con su metamorfosis. Sino también el tiempo como medida arbitraría y conceptual de algo que va avanzando y que no se detiene; algo que incluso tiene un valor que se traduce en una ganancia o en una pérdida. El tiempo como medida de nuestro día; del periodo matutino en que volvemos a soñar entre una alarma y otra, del intervalo que usamos para lavarnos los dientes o atarnos los zapatos, de la porción que pasamos frente a la computadora, sentados en la oficina o embotellados en el tráfico. El tiempo como marcaje de nuestra noche; la cantidad de descanso que programamos, los momentos que ocupa nuestro cerebro para el acomodo onírico de nuestros pensamientos, el momento justo en que somos expulsados del paraíso nebuloso del sueño para arrojarnos desnudos a la realidad helada de un día por estrenar.

El tiempo es el andamiaje de la memoria, la distancia entre esto que somo ahora y nuestros recuerdos; hace tanto tiempo que nos conocemos, hace ya estos años que murió fulano; como un puente colgante que nos conecta con una de las orillas del acantilado de nuestra existencia y que vemos con nostalgia desde una orilla que parece real sin que podamos volver los pasos atrás sobre esos maderos desvencijados y atados por las sogas de la nostalgia. Pero ¿en verdad ha pasado todo ese tiempo que hemos contado? ¿Por qué aceptamos a ciegas la cuenta que siguen los almanaques y los relojes? Porque necesitamos de ese sostén que es el tiempo para sentirnos seguros, como el capitán cuya única certeza ante la inmensidad del océano es la nave que comanda.

Nadie podría meter la mano en un zafacón lleno de recuerdos atemporales y sacar memorias sin el oropel del momento en que tuvieron lugar; aquel primer carrito de metal, aquella muñeca, sin la emoción de la infancia que enaltezca su valor; las fotos de ese primer viaje por cuenta propia sin la juventud que sostenga su importancia o el traje usado en una boda que quién sabe cuándo ocurrió.

El tiempo nos sostiene, nos da rumbo, nos indica hacia donde mirar según el estado de ánimo en que nos encontremos, da orden al caos que por momentos se vuelve la vida de cualquiera o nos permite el lujo del desequilibrio en la tersa disposición de lo que somos.

El tiempo no es oro, es vía férrea, es faro a toda costa, es vaivén que nos desboca y nos ataja. Nos deja ver, de vez en vez, por la rendija de los años, cuánto hemos cambiado y cuánto han cambiado quienes nos rodean. Para colmo nos permite ese pecadillo de mirarnos como hemos sido a través del tiempo y azorarnos por la sorpresa o el arrepentimiento, según sea el caso.

Hay que decir que todas estas pavadas, no son otra cosa que la habilidad que he desarrollado para no pasar el día de mi cumpleaños arrinconado por el miedo que le tengo al deterioro; esa jodida e inexorable tarea que nos endilgan sin preguntarnos al debutar en este mundo: el envejecer. Pero de eso charlaremos después, cuando ya me haya hecho un poco más viejo.