La herida estaba abierta
y supuraba. A borbollones (que palabra más hermosa, que bien que la utilices),
el pus líquido, inflamable y pestilente formaba una fuente, alta y ostentosa de
muerte. Nosotros, minúsculos, pusilánimes y codiciosos, como enjambre
enloquecido nos arremolinamos embelesados por los gases tóxicos, alucinógenos.
La fiesta de la impertinencia.
Foto: Beto Allec
El azar, oportuno, nos
dejó un registro videográfico del inicio del infierno. La cámara (el móvil,
querrás decir), avanza atolondrado entre los autos. ¿Alguien pudo adivinar el
pandemónium? ¿Qué de extraño tuvo ese instante para voltear la mirada? De
pronto, lo que pronto sucedía. A lo lejos, donde minutos antes la luz de la
tarde permitía precisar el horizonte inmediato, una pequeña luz comenzó a
levantarse, fúrica, intolerante. En un segundo se volvió una bola de fuego que
aspiraba al infinito. Las volutas enardecidas crecieron como la espuma, una
espuma roja, incandescente. Tras el rugido del fuego, los gritos. A los lejos
se adivinaron pequeñas antorchas que se movían a ras de suelo. Éramos nosotros,
envueltos en llamas, corriendo, tratando de escapar del destino urdido por
nuestras propias manos.
Tras el primer rugido de
la bestia de fuego, nuestros gritos. Los lamentos y la desesperación de sentir
la carne ajada por el fuego. La respiración llena de miedo, la bocanada de aire
limpio que no llega. Nuestras ropas se iban consumiente mientras nuestros pasos
libraban el sinuoso alfalfar. Gritos y más gritos. Llanto. Lamentos por
doquier. Mujeres, hombres y niños consumiéndose por la codicia y la ignorancia.
Eso somos, la consumación de lo que anhelamos. “¡Ruédate, ruédate!” La tierra y
el polvo del que renegamos podía ser nuestro alivio. La tierra que nuestros
padres nos enseñaron a cultivar podía apagarnos. “¡No! ¡Échame agua! Me voy a
morir, échame agua.” Las lumbreras se alejaban del huracán de fuego, presurosas
caían y, con suerte, las envolvía una leve humareda, el escalofrió que provoca
el olor a carne quemada. Carne viva, quemada. Latidos desbocados, que se
acallan.
La cámara del móvil,
estoica. Los ojos que son los primeros en posarse en esa pantalla no dan
crédito a lo que miran. Se vuelven un recuerdo que se repetirá una y otra vez
hasta el cansancio, hasta que todos en el mundo se vuelvan testigos de lo
ocurrido. Se volverán las imágenes que nos persigan durante los próximos días,
recordándonos la insipiencia de nuestra valentía. La noche se ha vuelto
dantesca. La fiesta ha terminado. La celebración se ha apagado cuando la
realidad se ha encendido. Las risas vueltas llanto, mucho peor, vueltas
silencio.
Los cuerpos crujen, la
vida se escapa, también a borbotones. Aquellos que se quedaron a pacer en el
corazón del infierno se volverán humo. De algunos quedará un trozo, varios
trozos, como piezas que no encajan en la memoria de lo que fuimos. Ennegrecidos
retazos, carbón que antes fue diamante de anhelos. Leños de una fogata que los
llevó al rojo vivo, al rojo muerto. Fogata que los arrebató de los afectos y
del destino de los que miramos, desde lejos, la hoguera donde nos fragmentamos.
Ya nunca seremos los
mismos. Seremos muchos aun siendo nosotros. Creyendo ser nosotros, seremos los
que se consumieron, los que arrastraron su ardor por la tierra barbechada, los
que deambulan buscando un indicio que de vuelco a lo inexorable, a lo que ya no
ocurrirá. Seremos lo que nos dejó el fuego.
Foto: Beto Allec